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Columna
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¡No se ría, que es peor!

Recuerdo que hace tres años, en Barcelona, me entrevisté con un conocido publicista, responsable del famoso anuncio de la ONCE, realizado con cámara oculta, en el que un joven con mucho morro intentaba comprarse un piso y un yate con un boleto de lotería, convenciendo al vendedor de que su boleto iba a resultar premiado. En un momento de la entrevista, el publicista, al que yo estaba pidiendo un puesto de creativo, me dijo: "Allá, en el País Vasco, no tenéis mucho sentido del humor". Reconozco que la cosa me fastidió bastante, y que, además, no se me ocurrió en aquél momento ninguna ocurrencia que pudiese contrarrestar esa impresión suya.

No me atreví ni siquiera a comentarle que la coyuntura política es siempre tan insoportablemente tensa en el País Vasco, que no parece haber lugar para el chiste, la sátira o la parodia. Los humoristas que intentaron reírse de sí mismos -de lo poco que aún se puede reír uno- salieron por la puerta de servicio. ¿Estamos hablando de falta de sentido del humor, o de pura censura? En esta democracia triste, el humor parece estar proscrito. ¿Quién se atreve con un comentario risible sobre Arzalluz? ¿Y otro hilarante sobre Otegi? De acuerdo a esta falta de material humorístico, unos decidieron contar chistes sobre guiputxis, los otros sobre vizcaínos, y los demás sobre alaveses, para que todo quedase entre nosotros. ¡Democracia humorística! ¡Una pena que no se me ocurriese nada durante la entrevista!

Los humoristas que intentaron reirse de sí mismos aquí salieron por la puerta de servicio
En esta democracia triste el humor parece proscrito. ¿Quién se atreve a hacer un chiste de Arzalluz?

Tal vez una de las grandes virtudes de un político sea tener un gran sentido del humor. Odón Elorza puede ser un ejemplo de ello, ya que, para él, como buen guiputxi, una hoja de papel partida en dos es un puzzle. ¿Qué hubiera sucedido si hubiese recordado eso durante la entrevista? ¿Me habrían dado el trabajo? Hay que barajar la posibilidad de que el soso tal vez fuese yo, y que, de haber reaccionado adecuadamente, quizás hubiera dejado la ikurriña bien alta. Pero qué se le va a hacer, no me vino nada a la cabeza, y ahí estaba yo, intentando homologar mi sentido del humor al sentido del humor de los catalanes.

Mientras hablaba con aquél tipo, pensé que ya nadie se creería aquello de la universalidad del sentido del humor vasco si las autoridades decidían suprimirlo. Pero recobré el aliento diciéndome a mí mismo que la batalla no estaba perdida. Aún quedaban risas secretas, furtivas, clandestinas y políticamente incorrectas, que se refugiaban allá donde no llegaba el largo brazo de la democracia triste. ¡Tenía que encontrar rápidamente la fórmula mágica, el abracadabra, aquella ocurrencia genial que me elevase a la condición de vasco superdotado para el sentido del humor! ¿Dónde estaba mi espíritu txirene, mi gracejo, mi rapidez de reflejos? Comprenderán que en esta situación me sintiese bastante incómodo, delante de un tío que esperaba que le arrancase una risotada para testar mi capacidad laboral.

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Me vinieron a la cabeza, precisamente en aquél momento, cosas tristísimas, como el funeral de mi padre. Los fríos ojos azules del publicista me escudriñaban en la distancia, buscando algún vestigio de mi carácter que le hiciese gracia, sin apenas encontrar algo mínimamente cómico en mi persona. Reflexioné que, de haberlo sabido, me habría presentado a la entrevista disfrazado de Chiquito de la Calzada, o de lagarterana, cuando de repente se me iluminó la bombilla. Me relajé, respiré, miré fijamente a aquél individuo que estaba poniendo a prueba mi ingenio, y le solté: "¿Sabes cómo meter a veinte catalanes en un Seiscientos?". Como no negaba ni afirmaba, proseguí: "Pues tirando una peseta dentro. ¿Y sabes cómo sacarles? Pues diciéndoles que es un taxi".

Cuando nos despedimos, aquél hombre me dijo que por el momento no necesitaban a nadie en la empresa, y que el equipo de creativos estaba completo. A lo peor se conocía el chiste.

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