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Columna
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Dimitir

Alguien tenía que hacer su agosto en este agosto tórrido cuajado de noticias, es decir, de pésimas noticias. Siempre hay alguien que sale ganando con la desgracia o el bochorno ajenos, con el hambre o la sed o la desgana de su querido prójimo. Este verano han sido los vendedores de ventiladores y los fabricantes de ataúdes. Por cada pino carbonizado en los montes ibéricos se ha vendido una aparente caja barnizada en nogal y guarnecida con cadejo de falsa seda china.

Los registros civiles indican que en Euskadi se ha producido en el último mes, o sea, entre mediados de julio y mediados de agosto, un notable incremento de las defunciones. A pesar del brillante porvenir que nos augura la propuesta soberanista de Ibarretxe, muchos vascos no han querido esperar a septiembre para ver en qué queda lo del famoso plan. Nos hemos muerto con las mismas ganas (supongo que muy pocas) pero en bastante mayor número que hace doce meses. En Donostia y Bilbao los muertos han aumentado en un 10 %, porcentaje que el Alava se eleva al 40 %. Pero peor ha sido lo de Barcelona: allí el número de muertos se ha incrementado en un 65 %

Un triste oficio el de contar cadáveres (el malogrado poeta José Luis Hidalgo lo ejerció en nuestra Guerra Civil, y se nota en sus versos memorables). Alguien tiene que hacerlo, sin embargo. Lo que aquí no se ha hecho, como en Francia, es indicar el presumible origen de tanta defunción. Esa ha sido la causa, según dicen, de la dimisión del director general de Sanidad del Gobierno francés, Lucien Abenhaïm. El político galo ha sido, al parecer, víctima del sistema de recuento practicado por sus compatriotas. En otros países, incluido el nuestro, sólo se han contabilizado las muertes sobrevenidas por golpes de calor. En Francia no, y así han llegado hasta esos 5.000 difuntos asfixiados que han llevado al señor Abenhaïm a dimitir.

El director general de Sanidad de Francia nos ha dado, sin quererlo, una de las escasas buenas y edificantes noticias del verano. En Francia todavía hay quien dimite. Mientras llegaban a las costas vascas nuevos esputos negros del Prestige; mientras 7.000 kilos de fuel-oil pegajoso, apelmazado y tóxico, arribaban a las playas de Zarautz, Zumaia, la Zurriola y la Concha, el señor Abenhaïm dimitía de su cargo. Mientras aquí también contábamos los muertos del verano sin especificar sus causas, el señor Abenhaim seguía dimitiendo. Mientras Álvarez Cascos recibía la medalla de oro de Galicia, el señor Abenhaïm devolvía las llaves de su coche oficial, es un decir, y su tarjeta-oro, yo qué sé. No conozco al señor Abenhaïm ni sé si alguien le ha puesto -quizás esos cinco mil viejos y viejas fallecidos a causa, directa o indirecta, del calor inhumano del verano del año 2003- una pistola en la sien para que lo haga. Sólo sé que lo ha hecho o se lo han hecho hacer. No conozco al señor Abenhaïm, pero me acuerdo bien de Sancho Rof y de las caras de los muertos en vida por la colza, caras inolvidables, muertos de los que nadie quiere acordarse ya. Ni la colza ni el GAL ni el tráfico de influencias ni el robo descarado han sido nunca, entre nosotros, razones suficientes para que alguien presente su dimisión.

Supongo que tampoco a Méndez y a Fidalgo se les pasa por la cabeza dimitir después del zarandeo de Puertollano. La nueva realidad del mundo del trabajo no parece rozarles. Siguen representando el viejo sindicalismo burocrático y deshuesado en medio del incendio. ¿De qué hablan estos hombres cuando hablan de la clase trabajadora? ¿De los currelas con contratos indefinidos, coche y apartamento en Torrevieja? ¿De los señores trabajadores a los que camelaba Superlópez? ¿De los obreros con todas las de la ley o de la mano de obra subcontratada? Todavía hay clases, claro. La carne de ETT, los inmigrantes y los subcontratados no salen en la foto hasta que estalla una refineria. Aquí nadie dimite, y menos de su clase.

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