Una pavana fúnebre
Libro del frío coincide en las librerías con el nuevo volumen de la obra de Gamoneda, Arden las pérdidas. Mientras el primero es un presagio desolado de la desaparición inminente del ser, en el segundo se atisba la experiencia de la muerte recorrida por encontradas emociones, de la cólera al miedo y de la pena a la indiferencia.
La inercia crítica -o sea, acrítica- sostiene que la poesía es tarea de juventud, frente a otros géneros que agradecen la congelación del fervor y la camisa de fuerza favorable a la arquitectura de la novela. Sin embargo, hay poetas que alcanzan en la vejez una plenitud antes sólo esbozada. Sirva de ejemplo Antonio Gamoneda, autor de una poesía que, en sus propias palabras, es "el relato de cómo avanzo hacia la muerte". Dejando a un lado libros como Sublevación inmóvil (1960) o Blues castellano (1980, pero escrito en la década de los sesenta), la revelación de su voz más auténtica se produce en 1977 con Descripción de la mentira, una cascada versicular que testimonia la frustración histórica y personal de un hombre perdido entre unas ruinas barrocas, y que por su noble enfatismo recuerda al Isaías bíblico. Tras Lápidas (1987), donde se deshacen casi por completo los paradigmas métricos y el realismo representativo, Libro del frío (1992) es el anuncio desolado de una desaparición inminente. Ahora se reedita Libro del frío con el añadido de una sección -Frío de límites-, aunque el texto tal como figura aquí ya se había publicado en Germania (2000).
ARDEN LAS PÉRDIDAS
Antonio Gamoneda
Tusquets. Barcelona, 2003
128 páginas. 10,58 euros
LIBRO DEL FRÍO
Antonio Gamoneda
Siruela. Madrid, 2003
Segunda edición ampliada
192 páginas. 15,38 euros
Que se trata de una obra absolutamente excepcional en la poesía de nuestro tiempo puede afirmarse sin la cautela de tener que guardar la ropa. Gamoneda refiere en él, con un patetismo tajante y estremecedor, un éxodo construido sobre los patrones místicos del despojamiento de los ropajes del mundo y de la subida al monte, a través de un camino angosto en cuyas laderas hay yerba negra y sombrías azucenas cárdenas. A su llegada a la cima, el peregrino se enfrenta al abismo bajo el que se extiende, como la tierra de promisión ante Moisés en el monte Nebo, una luz de la que ya no se regresa. En este viaje definitivo lo ha guiado un mapa de símbolos, retazos incompletos de una existencia atribulada: cánulas del sufrimiento y sanatorios abandonados, tristeza del carburo, el metileno, los tubos de la muerte. Por todos los lados, un sinnúmero de animales que serpean, vuelan, hozan: reses de mirada impávida ante los cuchillos industriales, termes de la madera, yeguas fecundas o tábanos tristes.
Los mismos animales reaparecen en Arden las pérdidas, un libro que corresponde al ámbito creativo del anterior. El amor que aún se expresaba en Libro del frío en su temblorosa precariedad ("Nuestros cuerpos se comprenden cada vez más tristemente, pero yo amo esta púrpura desolada") se retira ante la inminencia de "un territorio blanco abandonado por las palabras".
Si en el primer poema de Li
bro del frío, al comienzo de la ascensión, el poeta certificaba su desvalimiento ("Tengo frío junto a los manantiales"), en el segundo de Arden las pérdidas hace lo propio: "Tengo frío bajo un arco que separa la existencia y la luz". La existencia "es sólo un grito negro, un alarido ante la eternidad", y la luz es la muerte. Allí procedía el autor a una unión de contrarios ante la contemplación del fin ("Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza"); ahora apostilla: "mi pasión es la indiferencia". Ante él se va fraguando en sueños un espacio cuya blancura anticipa la invisibilidad: "Las uñas de animales inexistentes arrancan nuestros ojos en los sueños".
El libro está recorrido por una pena arterial que proviene de los "residuos de tormentas y sollozos" de otro tiempo. En la primera parte, el poeta expresa el aprendizaje de la nada en la que desembocan esos residuos, y en la siguiente -Ira- queda reducido a una mirada colérica que registra la infancia y los desastres de la guerra, el dolor de la madre, la vejación de la enfermedad: "Veo el perfil de los cuchillos", "Vi / la raíz morada del augurio", "vi / sangre en las iglesias amarillas", "Vi / cuerpos al borde de / las arterias frías", "Vi / los alambres y las cuerdas". Al atravesar la raya de la muerte (sección Más allá de las sombras) se pierden los pobres ecos de la existencia, cada vez más inaudibles, hasta anticipar en el último apartado el proceso orgánico de la descomposición: "Pesan las frutas corrompidas, hierven las cámaras corporales". Dios ha desaparecido, y en el vacío sólo quedan estos versículos de una belleza inhóspita e insondable, regidos por los compases de una pavana fúnebre.
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