Junto a Sant Nicolau
Aunque nuestros tiempos han sido crueles con la Valencia antigua, todavía quedan lugares, rincones, callejuelas de la ciudad en los que, con un poco de imaginación, se puede percibir la ambigua melancolía del tiempo detenido. A media tarde, en las calles estrechas, donde las sombras nos permiten reposar de la fuerza declinante del sol, a veces no muy lejos de las avenidas principales, separadas tan sólo por una esquina o dos del tumulto del tráfico. Cada vez más reducido por el abandono y la especulación, el núcleo de la ciudad antigua traza un laberinto apacible y doméstico, un eco de otra forma de vida que pervive en el presente, microcosmos decrépito encerrado en sí mismo, mostrando los restos de un antiguo esplendor señorial -los escudos rotos, los patios profundos, penumbrosos, las largas fachadas ocres- pero también, revueltas entre lo que fue aristocracia, las viviendas de la gente sencilla, estrechas, mal ventiladas, insalubres, siempre a un paso de la ruina.
"Quizá la zona mejor conservada de Valencia sea hoy la que rodea la calle de Cavallers"
"La calle de Cadirers va a dar a uno de los rincones de más secreta y envolvente belleza"
Quizá la zona mejor conservada de la Valencia antigua sea hoy la que rodea la calle de Cavallers, desde su majestuoso inicio, con el palacio de la Generalitat, hasta su final, cuando enlaza con la calle de la Bosseria y la entrada al barrio del Carmen y sustituye su orgulloso nombre por el más humilde de calle de Quart. Muy cerca se hallan algunos de los rincones más hermosos de la ciudad: la placita del Correu Vell, la calle de Cadirers i la de Juristes o la plaza de Sant Nicolau.
La calle de Cadirers es uno de los ejes de este pequeño mundo. Una calle calmosa, adormecida, que disfruta de varios palacios de discreta elegancia interior, que el paseante no siempre puede apreciar. De uno de ellos, la Casa Julià, escribí hace tiempo que tenía uno de los dos patios medievales más equilibrados y amables de la ciudad (el otro era el de la casa de los Boïl de Arenós, junto a la Plaza de la Creu Nova, que también ha sobrevivido reformado): amplio y profundo, con las flores y la luz justas, como un jardín diminuto, como una miniatura de la Arcadia. El uso público de estos palacios tiene consecuencias no siempre positivas: en la adecuación del espacio antiguo a las nuevas necesidades siempre se pierde algo, y estos patios han perdido su recoleta discreción de jardín antiguo, iluminado al atardecer por un farolillo de luz tenue. Pero existen. Quizá un futuro más amable les devuelva la gracia a sus muros. A un solar, en cambio, ya nada se le puede devolver.
La calle de Cadirers va a dar a uno de los rincones de más secreta y envolvente belleza de la ciudad, una especie de mínima plazuela, cerrada por dos casonas que se interponen entre esta calle la de la Bosseria. Este lugar delicioso me tuvo preocupado durante años, porque las casas amenazaban ruina a ojos vistas, y dado el empeño con que nuestro Ayuntamiento esponja todo lo que haga falta para facilitar el tránsito, el conjunto parecía tener sus días contados. Afortunadamente, las ha comprado y restaurado la universidad, y los ociosos impenitentes como yo pueden seguir paseando tranquilos y acercarse sin temor a la iglesia de Sant Nicolau a contemplar su fina traza gótica o el maravilloso Calvario de Roderic d'Osona el viejo, en una de sus capillas, con esos colores tersos que subrayan el llanto estremecedor de la Madre de Dios. La ciudad sabe esconder aún esos milagros.
Antaño, las jóvenes casaderas de Valencia iban los lunes a Sant Nicolau a pedirle marido y los mendigos se agolpaban en el estrecho callejón que une la iglesia con la calle de Cavallers. Era una estampa digna del Buñuel más áspero. La ciudad es antigua y es sabia y por eso le complace mostrarnos su cara más cruel junto a la más hermosa (en Valencia, la belleza se oculta, como el miedo). Con todo, el tiempo fluye, llega la noche y la ciudad se encierra en sí misma y nos envuelve.
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