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CUENTOS DE VERANO
Columna
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Aznarín juega al monopoly

Cual un príncipe humanista de los de antaño, Aznarín era educado también en los juegos de envite y azar, aptos para el aprendizaje del disilumo, el cálculo, la estrategia. Llegado que era el verano, el preceptor Fraga buscaba el que más pudiera convenir al merecido solaz del muchacho, sin descuidar la tarea de seguir forjando un adalid de acero. Aquel año tuvo conocimiento de una nueva versión del Monopoly, en dos aplicaciones, una andaluza intitulada Dame suelo y déjate de camelos, y otra madrileña, no menos edificante, Madrí tó pa mí.

Estas adaptaciones exacerbaban los ingredientes básicos del sistema hasta un punto raramente notable. Tanto la capital del reino y sus alrededores, como la costa sureña, quedaban convertidas en una espesa urdimbre de compra-venta de suelos, a través de sociedades fantasmas, tránsfugas sin la menor piedad de sí mismos, copisterías tapaderas, alcaldes felones y otras aves de rapiña, que hacían de aquellos territorios un inmenso ladrillo especulativo. "Excelentes campos de experimentación -pensó el preceptor- para luego aplicarlos a España entera y arruinar de una vez esta estúpida democracia".

Cuestión previa, nada baladí, era procurarle al príncipe los mejores compañeros de mesa, de modo que entre ellos se pudiera dirimir el asunto de la sucesión al trono, otro juego colateral que el propio Aznarín había ideado para tener a toda la colonia pendiente del dedo índice de su manita derecha. Con ese mismo, y sobre la lista de aspirantes, fue señalando, por estricto orden alfabético: Albertito Yo no Aspiro, al que había reservado una misión especialmente delicada en la variante Madrí tó pa mí. En segundo lugar, Jaimito Llego Tarde, que andaba un tanto alicaído por no estar a su hora en las tristes batallas vascongadas. A continuación, Marianín el Ambiguo, que seguía gozando de las predilecciones de los obispos agradecidos, como es natural. Les siguió Rodrigón Qué Careta, pese a no disimular bien sus amistades con banqueros y mediadores urbanísticos. Finalmente, y tras algún titubeo, el dedito retrocedió a la cabecera y apuntó a Arenín Matamoros, por sus muchos méritos acumulados frente a la infame turba andalusí y, últimamente, por haber logrado parecer el único inocente en el pegajoso asunto de Marbella.

Ya estaban los elegidos sentados alrededor de la mesa, dispuestos a iniciar la partida. Antes que nada, el Príncipe dirigió unas preces al Santo Escrivá, minutos que aprovechó el preceptor Fraga para repasar todos los elementos del juego: dados, fichas, títulos de propiedad, tarjetas de la suerte, bloques de apartamentos, hipotecas engañosas, opciones de compra, comisiones... De pronto, dijo:

-¡Un momento, señor! La tarjeta Salga de la cárcel no está. Alguien la ha cogido y se la ha guardado.

- ¿Quién ha sido? -demandó, colérico, el Príncipe. Todos se encogieron de hombros y juraron por sus difuntos. Pero uno de ellos, en efecto, había escamoteado ese comodín para cuando más falta le hiciera. Por debajo de su santa ira, el Príncipe pensó: "Ese será mi sucesor".

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