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Entrevista:Carmen Posadas | Escritora | UN SIGLO DE MUJERES

"Viví toda mi niñez en 'disneylandia"

A la isla de Moby Dick. Exacto, allí. Cada año hago un viaje sola. Cogí la costumbre desde que murió mi marido. Siempre es un lugar más o menos remoto y siempre es diferente. Islas, sobre todo. Grecia, el Caribe, Madeira. Soy una mujer solitaria y con la edad cada vez más solitaria. Los restos del famoseo los soporto muy a mi pesar. Digamos que ya me han contado todos los chistes que me tenían que contar y me han dicho todos los piropos que esperaba oír. Es verdad que de vez en cuando necesito pasar alguna temporada en el ruido. Pero cada vez es más corta. Probablemente, el gusto por la soledad venga de mi infancia. No porque estuviera sola y fuera infeliz, sino por todo lo contrario.

"El problema es que era fea. Una fea en familia de guapos. Mis padres eran altos, rubios, distinguidos y de rasgos muy suaves. Y yo era una conguito"
"La belleza no es, en absoluto, un asunto menor. De ninguna manera. Ésta es la típica hipocresía de algunas mujeres feministas, dedicadas siempre a negar evidencias"
"Como había acompañado a mi marido a la cárcel, lo acompañé hasta la muerte. No lo esperaban. Es formidable, pero no lo esperaban en absoluto"
"Me casé con menos de veinte años. Era uno como yo. Bobadas todo el día. Coches y demás. Todo muy bien. Muy seguro y muy lo que se esperaba"
"A los 24 años empecé a ir a los cursos de escritura que organizaba en Madrid Mario Merlino. Al principio iba allí como quien va a unos cursos de cocina"
"Cuando a uno le condenan y sabe que es inocente, la desesperación no puede resistirse. Supongo que esto afectó gravemente a su salud"
"Creían que yo me había casado con el gobernador del Banco de España y no con un delincuente, y que me largaría a las primeras de cambio"
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Toda mi familia es uruguaya, y yo también nací allí. Gervasio Posadas fue primer gobernador de Uruguay, fundador de la nación, director supremo. Por parte de mi madre, los detalles... son más oscuros. El primer eslabón es un anarquista que se llamaba Pau Mañé. Llegado a Montevideo, hizo fortuna moliendo trigo. Tanta y tan rápida, y con tanto prestigio, que mi abuelo materno ya era embajador de Uruguay en París. Lo incierto son las razones de por qué el primer Mañé emigró a América. Siempre ha habido en mi familia un pacto de silencio, tácito, sobre el asunto. Lo poco que trasciende es misterioso: a veces, alguien ha hablado de palabras como delito y sangre, lo que desde luego resulta poco tranquilizador. La familia materna atravesó épocas de inestabilidad. Y a mi madre le tocó vivir una infancia triste, cargada de complejos por su pobreza circunstancial. Así que cuando pudo...

Humm... Yo tomaré un agua sin gas. Decía que mi madre, en cuanto pudo, se vengó de su infancia triste y decidió que sus hijos iban a tenerla muy diferente. Por tanto, yo viví toda mi niñez en disneylandia. Nunca había problemas. Si un mes venía con las notas malas, mi madre decía que las notas iban a ser buenas el mes que viene, y ahí acababa todo. De hecho... No recuerdo haber llorado de pequeña. No. No me veo llorando. Es raro en un niño, pero nunca tuve motivos para llorar.

Un mundo congelado

Vivíamos en lo que se llama una quinta, una enorme finca en el centro de Montevideo. Es difícil adecuar ese tipo de cosas a las dimensiones españolas. En medio de la ciudad teníamos un bosque, pero un bosque que recorríamos con caballos, y yo vivía dentro. En los altos de la casa principal había unos armarios repletos de ropa y enseres de mis abuelos. Tal cual los habían dejado en la gran época. Yo subía hasta allí a veces. Un mundo congelado. Creo que fue por esos armarios que me hice escritora. Por lo demás, la quinta era completamente autárquica. No faltaba de nada. Estaban, por ejemplo, la cocinera, los jardineros, las criadas. Fue muy bueno para mi educación. Quiero decir que cuando salí al mundo, yo sabía incluso que había pobres. Criadas a las que había violado el cura del pueblo. Cocineras que le daban al candombe y explicaban historias terroríficas sobre hechicerías y magias. Sí, eso es, ese miedo bueno que deja un calor tan agradable. Hay que entender que era un mundo sin televisión y casi sin radio. En la radio sólo se escuchaba a Gardel y coplas españolas. Todo estaba perfectamente en su sitio. La quinta era el mundo. Sólo que yo estaba a salvo.

No. ¿Por qué? La enfermedad no suponía ningún problema. Es fácil. Las enfermedades se curaban. Y si no se curaban, no pasaba nada: fulanito se había ido al cielo y allí iba a ser muy feliz. Ja, ja, ¡la regla! El dichoso trauma. Nada. Este tipo de asuntos se resolvían en el colegio, en mi magnífico colegio inglés, hablándolo con las amigas más adelantadas. ¡Por Dios: si mi madre me hubiera explicado los secretos de la regla, o cualquier otra cosa relacionada con el sexo, me habría caído de espaldas de la impresión y entonces sí habríamos tenido un problema serio! Mis padres mantenían con los hijos una relación afectuosa, pero distante. No es la de hoy. Está bien que no sea así la de hoy. Aunque... Bueno, no lo sé bien. Esto no quiere decir que no compartiéramos momentos de intimidad. Los niños comíamos solos, pero muchas noches, en el salón, mi padre nos leía libros en voz alta. La Ilíada. En fin, esto duró, aproximadamente, hasta los doce años. Entonces, la familia, urgida por las obligaciones de mi padre diplomático, se trasladó a vivir a Madrid.

Aquel Madrid. Había entonces luz de gas y por la Castellana pasaban las ovejas. Yo no había visto nada más triste en toda mi vida, y cada vez que quiero pensar en algo triste, triste, pienso en la España de entonces. O era yo. Más o menos por esta época empecé a llorar. Las razones de las primeras lágrimas eran muy explicables. Me daba cuenta de que empezaba a crecer y de que no había remedio. Lo que quiero decir no es nada metafórico. Crecía y me resistía y lloraba porque el tiempo no me hacía caso.

El agua es para mí. Gracias. Qué bien se está aquí dentro. Conozco pocos lugares en el mundo como esta cúpula. A mí el Palace me tranquiliza. Los problemas de las chicas. Sí, yo tuve un primer problema de ese tipo y aún no estoy segura de haberlo resuelto. El problema es que era fea. Una fea en una familia de guapos. Mis padres eran altos, rubios, distinguidos y de rasgos muy suaves. Y yo era un conguito. Con una nariz... En fin, mejor que no hable de mi nariz con joroba. Una cara de charrúa. Absoluta. En cuanto empecé a mirarme en el espejo tuve la duda de si yo era verdaderamente una hija de mis padres o me habían adoptado. Por si fuera poco, además de guapos y elegantes, mis padres eran elocuentes, y yo, cuando intentaba hablar, sólo acertaba a balbucear tímidamente. Creo que también escribo por ese balbuceo. Le dije a mi hermana que indagara. A mí me daba vergüenza, y ella, además, no era parte implicada, porque era rubia y monísima. Vino con la noticia de que no, y la verdad es que me quedé tranquila.

Fea. Fea sin más. El asunto del origen lo resolví con esa consulta de la hermana. El de la fealdad en sí traté de corregirlo, en su aspecto más llamativo, a eso de los 19 años, cuando me operé la joroba y me quedó la nariz más o menos digna que tengo ahora. Mejoré, desde luego. Pero ni entonces ni ahora he acabado de saber si soy una mujer guapa. Tengo cincuenta años. No estoy segura de ser una mujer guapa. Y lo peor es que me temo que ya no hay tiempo de resolver las dudas. No tengo ninguna duda de que soy una mujer inteligente. Pero no guapa.

La belleza, un asunto mayor

La belleza no es, en absoluto, un asunto menor. De ninguna manera. Ésta es la típica hipocresía de algunas mujeres feministas, dedicadas siempre a negar evidencias. La belleza de las mujeres es una moneda de curso legal. Podrá parecernos injusto, ilegítimo, lo que se quiera. Pero eso es como el mar, que es azul. A las mujeres pobres les va mejor si son guapas. La belleza está perfectamente codificada en el mercado. Humillante, desde luego. Muy humillante. Puede considerarse. Pero si éstos son los obstáculos, mejor vadearse como se pueda con ellos que darse de cabeza contra ellos. Las armas de mujer. Las feministas se sulfuran. No entienden el juego de la vida. ¿Para qué voy a prescindir de mis armas de mujer, si las tengo? ¿Acaso prescinden los hombres de las suyas? ¿Acaso cualquier hombre o cualquier mujer prescinde de todo aquello que los distingue virtuosamente? ¿Acaso uno va a dejar de utilizar sus dotes? La belleza es un azar, desde luego. Pero también lo son las otras dotes.

Perdone un momento. Hola, hola. Sí, claro que sí. Espera. ¿Aún tenemos para cuánto? Ya. Bueno, a eso de las tres. Sí, sobre las tres. Hasta luego. Ser guapa... El feminismo. La belleza de las mujeres importa a los hombres. Son sensibles a ella. No actúan del mismo modo delante de una mujer guapa. ¡Qué vamos a hacerle! El problema, para las mujeres, es utilizar adecuadamente sus recursos y saber qué es lo que quieren conseguir y a qué precio. La belleza no abre puertas. Abre ventanas. Galantes. Hay que saberlo. Y una vez la ventana abierta, vamos a ver. Mi aspecto físico ha sido a veces un problema para mí. Como escritora. Sí, claro, yo no estoy segura de ser guapa, pero hay quien no tiene ninguna duda. Bendito sea. En estas condiciones hay quien no da crédito a una escritora guapa. Las escritoras tienen su tipo, y no es el mío. Piensan que, con ese cuerpo, cómo es que va a dedicarse a la literatura. Un capricho y pasajero. Es el reverso de nuestras armas. Hay que asumirlo, por tanto. Saber que en cuanto alguien que a ti te interesa literariamente te considere guapa, tus dificultades aumentarán. Desde luego, he tenido también otro tipo de problemas, del género vodevil. Algún editor que al principio se interesa mucho, pero mucho, por tu obra. Realmente a fondo e interesado, cita tras cita, hasta la cita final. Aunque sobre este particular ya he aprendido mucho. Soy una experta en la detección de intereses extraliterarios.

Aunque pienso, ja, ja, que esa maestría de poco me sirve ya. Los hombres están sumamente acomplejados y, desde luego, para ligar, ni por asomo se les ocurre decir que van a contratarte una novela.

Me casé con menos de veinte años. Era uno como yo. Bobadas todo el día. Coches y demás. Todo muy bien. Muy seguro y muy lo que se esperaba. En realidad, siempre he tenido una esquizofrenia entre el mundo al que he querido pertenecer y aquel al que he pertenecido realmente. No es sencilla de resolver. No es el típico asunto de una burguesa que sueña con llevar una vida bohemia y que no se decide y lo arrastra... No. La vida burguesa colma algunas de mis expectativas. Yo me siento bien. Y segura en ese mundo. Además tengo un lado frívolo bastante remarcable. Pero al cabo de un tiempo me fatigo. Y tengo que volver a ciertas formas de soledad, de creación. De las que también acabo fatigándome. No sé. Tal vez sea lo normal, el ir y venir. En todo caso, esta sucesión de momentos yo la vivo de una manera fría, casi indiferente. Como si no me pertenecieran. Mi padre me ofreció un lado victoriano y mi madre un lado ruso, y, desde luego, elegí el victoriano. Pero me he perdido...

Ah, quería decir que me casé joven, tuve dos hijas y se estropeó pronto. A los 24 años empecé a ir a los cursos de escritura que organizaba en Madrid Mario Merlino. Yo había escrito alguna cosa. La soledad. Lo cierto es que empecé a ir a esos cursos. Al principio iba allí como quien va a unos cursos de cocina. Pero poco a poco me fue interesando. Mi marido veía con aprensión estas nuevas actividades, porque me llevaban a tratar a gente que no era de nuestro mundo. Me separé. Empecé a escribir cuentos para niños. Sorprendentemente empezaron a tener cierto éxito. Separada, marché a vivir a Londres. Yo había pasado dos años de mi juventud estudiando en Oxford. En Londres, separada. Lo que se conoce por vida intensa. Hasta que después de tres años en lo intenso me dije que iba a la catástrofe y me escuché. Volví. Mientras vivía en Londres me encargaron escribir un libro, una especie de manual del perfecto arribista que se publicó en 1987. Fue bien. Pero yo quería escribir ficción. Lo hice. Tuve buenas críticas. De repente llegó un parón de dos años. Me había casado con Mariano.

No fue la relajación matrimonial. Fue que empezaron a decir, y los escuchaban, que adónde iba ésta. Ésta era yo. ¿No se ha casado con Mariano Rubio? Pues, hombre, que no jorobe. Que ya tiene bastante. Estaba claro que si me había casado con el gobernador del Banco de España, no podía aspirar, ¡encima!, a ser escritora.

Los años. La beautiful. Yo no represento nada. O poca cosa. Tanto por lo que respecta a los años del socialismo como por haberme casado con alguien mayor que yo. Yo soy una figurante. El matrimonio fuerte, simbólicamente hablando, fue el de Miguel Boyer e Isabel Preysler. Cierto que yo estaba allí, entre ellos. Pero no confundida con ellos. Las confusiones venían de otro lado. Anécdotas. Una tarde llamaba Isabel y quedábamos para cenar. Iban a venir ellos y el matrimonio Solchaga. La cuestión es que Isabel reclamaba secreto absoluto. Absoluto. Esto decía. Para evitar a la prensa, las fotografías, etcétera. Bien, bien, se acordaba el secreto. Cuando llegábamos al restaurante, los fotógrafos ya estaban perfectamente avisados y preparados, y dispuestos a realizar su trabajo. Realmente era una manera muy curiosa de comportarse.

Realidad virtual

En fin, no tengo ya mucho tiempo. Es que hoy viene a comer a casa el novio de mi hija. No puedo llegar tarde. Sigamos, pero es que hay esto y no podré retrasarme mucho. Aquellos años. La verdad es que acabas asumiendo una realidad puramente virtual. Te ves en las revistas, en determinados periódicos; te lees a ti misma diciendo unas cosas curiosísimas. Al principio es una bofetada constante. Luego te acostumbras. Asumes que hay alguien por ahí que va funcionando de ese modo y acabas por no insistir demasiado en la evidencia de que ese personaje no existe ni ha existido nunca. Es sobre este personaje, supongo, que se proyectaban las fantasías de la gente. Al principio, pues, en fin, que yo iba a ser el mero reposo del guerrero y que cómo iba a salir escritora. Y luego, cuando la cárcel.

Cuando los problemas. Creían que yo me había casado con el gobernador del Banco de España y no con un delincuente, y que me largaría a las primeras de cambio. Nada de eso. Claro. Iba a verle a la cárcel. Desde luego, no encuentro que esto tenga nada de extraordinario. Es lo que haría cualquiera. Pero hay gente que no estaba preparada para verme hacer este acto de normalidad conyugal. Luego.

Cuando la enfermedad y la muerte. Es sencillo, tampoco les cuadraba. Si ese personaje virtual tenía que haberse ido de casa a las primeras sospechas, mucho más ahora. Total, la enfermedad no tiene siquiera el aura de la cárcel. Yo me había conseguido casar con un señor poderoso. Pásese que diera un traspiés. ¡Pero en modo alguno me había casado con una convalecencia! Las cosas, como suele suceder con la gente, con las infinitas personas normales que están en el mundo, fueron de un modo muy distinto. Como había acompañado a mi marido a la cárcel, lo acompañé hasta la muerte. No lo esperaban. Es formidable, pero no lo esperaban en absoluto. Todo eso, lo que esperaban ante la cárcel, la enfermedad, revela una cierta visión de la mujer. Y de la mujer en la que pensaban.

Aquellos años. Todo fue un atropello. Constante. Supongo que cuando uno ha cometido un asesinato y ve cómo lo juzga el mundo, también se desespera. Pero en el fondo hay algo que le libra de la desesperación absoluta: ha cometido un asesinato. Cuando a uno lo condenan y sabe que es inocente, la desesperación no puede resistirse. Supongo que esto afectó gravemente a su salud. Nunca puede decirse: pudo haber muerto sin haber pasado por la cárcel. Sí, así es. Pudo haber muerto. Da igual. Ha muerto. ¿Qué hizo mal? Sí, hizo algo mal. Cometió un error. Había ganado cuatro millones de pesetas con unas acciones. Le parecía que eso era demasiado dinero y que nadie se creería que lo había ganado limpiamente. En la correspondiente declaración de la renta los tapó. Esto fue todo. Esto fue el caso Mariano Rubio.

Fue absuelto en el juicio. Supongo que a esta justicia convencional se le podría añadir una justicia poética. Supongo que esta justicia me tocaría ejercerla a mí. Ha pasado poco tiempo. La justicia poética debe desencadenarse en unas ciertas condiciones de distancia. No sé.

La escritora Carmen Posadas, en su casa de Madrid.
La escritora Carmen Posadas, en su casa de Madrid.LUIS MAGÁN

Carmen Posadas

Carmen Posadas nació en la ciudad de Montevideo hace cincuenta años. Hija de diplomático, se instaló en Madrid al final de su infancia, aunque pasó algunas temporadas viviendo en el extranjero. Se casó dos veces: una muy joven, antes de los veinte años, con un compañero de clase que le dejó dos hijos, y otra más tarde, con el goberndor del Banco de España, Mariano Rubio, antes de que éste fuera inculpado, encarcelado y absuelto por un presunto delito de corrupción. Carmen Posadas ha escrito muchos libros. Primero, relatos juveniles; más tarde, ensayos livianos, como el dedicado a 'Yuppies, jet set, la movida y otras especies', y finalmente, la ficción, a la que siempre quiso dedicarse, de la que son ejemplos novelas como 'Cinco moscas azules', 'Pequeñas infamias', con la que en 1998 ganó el Premio Planeta, o 'El buen sirviente', la última que ha escrito, que se publicará en octubre.

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