El Fòrum suburbano
Gentes de muy diversas procedencias se cruzan cada día en el metro de Barcelona
Ciudades como París y Londres han estado a la vanguardia de lo contemporáneo, y en ciudades de provincias, como por ejemplo Barcelona, se va de camino cuando allí ya están de vuelta. Hace años, no muchos, cuando uno anunciaba que se iba de viaje a París o Londres, siempre recibía el consejo de alguien que le decía: "Sube al metro, mira y escucha a la gente. La hay de todos sitios". Y, en efecto, era una cosa curiosa ver a un hombre con turbante marcando el billete en Belleville, por ejemplo. Era, de hecho, lo más normal, pero aquí todavía no lo sabíamos. Por eso, en Francia y en Gran Bretaña han surgido hace ya tiempo los escritores Daniel Pennac, Azouz Begag, Hanif Kureishi, Zadie Smith... gente que escribe sobre la nueva realidad de Occidente, marcada por la mezcla de culturas, razas y costumbres.
Una pandilla multiétnica entra en el vagón armando ligera camorra
Unos rumanos con ganas de ligue intentan atraer la atención de una dominicana
Ahora, en el área de Barcelona ya estamos en esa fase. En el centro de la ciudad, en la rambla del Raval -que algunos llaman la rambla de Rabat- y la plaza de los Àngels, y también bajo tierra, en el Fòrum suburbano que se forma cada día de manera espontánea en las estaciones de metro de las líneas 4 y 2, en Selva de Mar, Besòs, Besòs Mar, Sant Roc, Verneda, La Pau, Pep Ventura... Muy cerca de donde se está construyendo, a marchas forzadas, el escenario del Fòrum Universal de les Cultures de 2004. Los últimos datos oficiales dicen que la población de origen extranjero en Barcelona es de poco más de 163.000 personas, la mayoría, el 16,5%, ecuatorianos.
No es mala idea pasar un rato en los vagones del metro, arriba y abajo, y así obviar la canícula en este mes de agosto infernal. Aquí, bajo tierra, se cruzan gentes de origen ecuatoriano, ruso, colombiano, paquistaní, marroquí, chino... Es un viernes por la mañana y no hay mucho trasiego, con lo que los gestos y las palabras de cada uno resuenan más.
En el tren de la línea 2 que va hacia Pep Ventura dos chicos regresan a casa después de una larga noche de juerga. Duermen tumbados, ocupando más asientos de los que les corresponden y una mujer mayor, rubia, alta y delgada los mira con severidad. Finalmente, ella se sienta y saca un libro de una bolsa de papel. Está escrito en ruso, pero la portada siniestra con dibujos de estética años cincuenta y un logotipo con una pistola en un borde indican que debe de ser una novela policiaca. Empieza a leer y se muerde las uñas con gesto de concentración. ¿Es ruso? "Sí, sí, ruso". ¿De policías? "Sí, sí, detectives", sonríe ahora la mujer. Mientras, unos rumanos con ganas de ligue -van a la playa cargados con sus neveras de plástico portátiles- intentan atraer la atención de una dominicana que bucea en una sopa de letras. No les hace ni caso.
En Pep Ventura se cruzan dos jóvenes chinas vestidas a la última que se están contando la vida con todo detalle, y una familia de argentinos: "¡Octavio, salí de ahí!", grita el hermano mayor al pequeño, que se ha quedado atrapado en el torno.
Hasta aquí han llegado dos amigos ecuatorianos enfundados en sus camisetas de fútbol. Uno tiene que llevar un ramo a domicilio, y el otro le acompaña sombrilla de playa en mano. Una vez cumplido el encargo del trabajo, irán a la playa de la Villa Olímpica. También deben de tener ganas de ligue porque cada vez que pasa delante de ellos una chica de buen ver silban alguna canción. Uno pica con los pies en el suelo del vagón en busca de una mirada, pero sólo encuentra la complicidad de su colega, y entonces los dos se ríen a carcajadas.
Un adolescente chino que lleva nueve años en España se dirige con gesto estoico a ocupar su puesto en la caja de la tienda de todo a 0,6 euros que sus padres tienen en la rambla de Guipúscoa, estación La Pau. Para él sólo existe el presente: "No me gusta hablar del pasado", afgirma. Y el presente, dice, equivale a normalidad, trabajo y estudios.
Tan circunspecta como él viaja una pareja de paquistaníes que van hacia Jaume I, al trabajo. De vez en cuando cruzan una frase. Hay una chica marroquí, que mezcla árabe y castellano cuando habla con su hijo. Éste, zalamero, le responde con un diáfano "te quiero". Más allá, un chico ruso habla con un colega a voz en grito, gesticulando como un italiano y mostrando a quien quiera verlo un tatuaje donde se puede leer un nombre bastante castizo: "Carmen".
Una pandilla multiétnica -los chicos parecen recién salidos del Bronx neoyorquino con sus camisetas y zapatillas de baloncesto, las gorras de béisbol caladas con la visera mirando al cogote, los pantalones caídos y las gordas cadenas doradas- entra armando ligera camorra. Uno va fumando, y comenta que en los vagones debería haber "sección de fumadores". Los chicos bajarán en la parada de Urquinaona, donde en el andén les espera un chico con gafas de sol e indumentaria clónica a la de los demás, a quien saludan gesticulando, chocando puños y haciéndose mutuamente el caminito con los dedos de la mano derecha desde la muñeca hasta el hombro del brazo izquierdo. Suena complicado, pero ellos hacen que parezca fácil.
Una de las imágenes más sugerentes para describir la época moderna es la de dos desconocidos que tienen que sentarse de lado o simular no verse para no tener que aguantarse la mirada durante un trayecto en transporte público. La imagen se ha hecho tan común que ya nadie siente incomodidad en los medios colectivos de transporte. Pero de algún modo, en un lugar como el metro sigue habiendo bula para observar sin disimulo y entretenerse en conocer un poco más al prójimo.
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