Acerca de la nada (con perdón)
Un recorrido distinto por el significado de esa palabra que parece condensar la negación de todo es la invitación que hace el filósofo Manuel Cruz en este artículo.
Hay preguntas tenidas por perfectamente normales en medios especializados, que, fuera de ellos, resultan del todo raras, cuando no incomprensibles sin más. Es el caso de preguntas del tipo: ¿qué es la nada?, muy del gusto de los filósofos. Que la pregunta suena rara (como poco) lo prueba el hecho de que ni siquiera está claro que la planteada sea la mejor formulación o que, por el contrario, resulte preferible esta otra: ¿se puede decir algo acerca de la nada? La puntualización tiene su lógica porque si la nada es la negación de lo real (el no-ser, por decirlo con la hermética jerga filosófica), ¿qué se podría decir entonces del no-ser? Y si nos atreviéramos a decir algo, si nos atreviéramos a hablar de la nada -así, en general- ¿no la estaríamos tratando en ese mismo momento como si fuera una cosa, un algo?
Incluso entre filósofos hay
división de opiniones. Como es sabido, en el siglo XX se dieron dos grandes posiciones enfrentadas respecto a este asunto, la del existencialismo y la del neopositivismo. Simplificando brutalmente sus argumentos podríamos decir que uno venía a decir: hay nada, y el otro: no existe la tal cosa llamada nada, sin dejar margen para opciones intermedias. Pero no descartemos que pudiera intentarse un recorrido distinto, un recorrido que, partiendo de la inicial interrogación (¿qué es la nada?), se planteara una travesía argumentativa alternativa. Una travesía guiada por el convencimiento de que, aunque podamos tener infinidad de dudas acerca de qué pueda ser la nada, acerca de su esencia y de sus determinaciones, al menos de una cosa sí estamos seguros: la nada es... una palabra. Tal vez siguiendo esta pista, preguntándonos qué queremos significar cuando utilizamos dicha palabra (porque es el caso que nos servimos de ella en nuestro lenguaje ordinario: no es raro escuchar a alguien diciendo cosas del estilo de "no puede ser que después de la muerte no haya nada"), pudiéramos terminar abordando la cuestión de una manera más clarificadora.
Ahora bien, si la nada no tiene -porque no puede tener- contenido, si la nada por así decirlo no es nada, en el sentido de que no designa un objeto del mundo, entonces ¿qué es? Digámoslo ya: una metáfora. Una metáfora que sirve para nombrar una experiencia, la experiencia de la pérdida. Si es pensada bajo esta perspectiva, no sólo la nada misma, sino también su centralidad en la filosofía europea tras la Segunda Guerra Mundial, resultan claramente inteligibles. La nada era aquello en que había devenido el mundo tras el gigantesco espectáculo de horror y de barbarie que supuso la mencionada conflagración. La nada es lo que queda, como rescoldo o huella, de la existencia destruida. No es simple y vacío no-ser, porque es una nada que percibimos, de la misma forma que hay ausencias que nos hieren hasta el límite del dolor. (De hecho, se ha incorporado a nuestro lenguaje cotidiano la expresión "brilla por su ausencia", de forma análoga a como los dibujantes de comics han acordado la convención de representar un objeto desaparecido como si de su vacío emanara luz).
Pero la palabra nombra algo más. Nombra también nuestra propia experiencia de ir quedándonos en nada, que es el vivir. Vivir es, efectivamente, ese proceso de anonadamiento, contra el que, inútilmente, nos empeñamos en luchar. Como ha escrito Milan Kundera refiriéndose a Tamina, la protagonista de su novela La vida está en otra parte, "si la lábil construcción de recuerdos se derrumba como una tienda de campaña mal levantada, quedará de Tamina sólo el presente, ese punto invisible, esa nada que se desliza lentamente hacia la muerte". ¿Vamos a seguir fingiendo que no entendemos de qué se nos habla cuando se nos habla de la nada?
Manuel Cruz es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona.
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