Acentos y pudor
Algunos estudiantes de español sienten un enorme pudor al tener que expresarse en una lengua que no es la suya. Temen no pronunciarla correctamente y, coartados por el siempre necesario sentido del ridículo, sufren horrores antes de salvar esta barrera psicológica. Cuando ya se familiarizan con el idioma, llegan a olvidarse del problema y, con mucha comprensión por parte de sus interlocutores, consiguen participar sin complejos en nuestras conversaciones. Y, sin embargo, su condición de extranjeros permanece, no por un determinado rasgo físico ni por ninguna extravagancia indumentaria, sino por su acento. El acento -entendido aquí como entonación- nos proporciona muchas pistas sobre el origen de quien lo tiene y, en ocasiones, puede ser un importante elemento de seducción (hay acentos que uno no se cansaría nunca de escuchar). Observará el visitante que entre súbditos de nacionalidad española (voluntaria o impuesta, pero ésa es otra historia) ocurre algo parecido. Un andaluz con acento andaluz no habla español igual que un vasco con acento vasco o que un gallego con acento gallego (imaginen una reunión imposible entre Xavier Arzalluz, El Risitas, Nina y Arsenio Iglesias en la que todos se expresaran en sus peculiares modalidades de castellano con acento). Estas particularidades dan mucho juego a los humoristas, que amenizan sus chistes con voces y orígenes distintos (ya saben: iban un catalán, un vasco, un gallego y un andaluz, y en ese plan).
En el caso de los extranjeros, existen acentos tópicos que, para ridiculizarlos, los indígenas reproducen cuando se ponen a imitar a hispano-hablantes artificiales. El modelo de anglohispanohablante más exagerado fue, durante años, Doña Croqueta, personaje televisivo que gozó de gran popularidad y que interpretó, con admirable resignación y proverbial persistencia, el actor Simón Cabido. Para el español con acento ruso tenemos a unos cuantos futbolistas, aunque los amantes del tópico prefieren a esos villanos de película, casi siempre ex agentes de la KGB o terroristas psicópatas (cuando no ambas cosas), que hablan un castellano aceptable, rebozado, eso sí, con un histriónico acento que arrastra las erres y un aliento sobrecargado de explosivos efluvios de vodka. ¿Un italiano hablando español con acento italiano? Rafaella Carrá y, en una modalidad estridente, Antonia dell'Ate. A los franceses se les reserva el acento más desagradable, se supone que en justa venganza por las veces que, estando en un bar francés y preguntar por los servicios, nos propusieron la humillante experiencia de tener que hacerlo en un agujero, en cuclillas y sin papel. De los árabes, en cambio, no se imita a ningún personaje de ficción. Tampoco a mitos televisivos, ni siquiera a Sadam Husein practicando ese castellano más que homologable del que, según contaba un ex entrenador de la selección iraquí de futbol, alardea en la intimidad. Cuando se trata de imitar a un árabe con acento se recurre a un diálogo urgente de venta ambulante, cola de inmigración o tenderete de top manta.
Ejercicio del día: intente imitar a un árabe imitando a un ruso imitando a un inglés imitando a un alemán hablando español con acento gallego.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.