Guionistas
El primer guionista de cine que conocí en mi vida fue Rafael Azcona la tarde que entró en la casa de un amigo y nos presentaron. Yo me quedé agazapado en un sofá, y él con la vitalidad en el embiste que siempre ha tenido me dijo: "¿Tú eres el que dice esa gilipollez de que quiere ser guionista?". No escuché nada de lo que añadió, tan sólo pensaba: "así que este hombre es Azcona". Por entonces ese hombre ya era lo que es ahora: un trozo de la historia del cine español y una persona generosa, sabia y muy divertida.
Algún tiempo después, un amigo aragonés me pidió que le acompañara a ver a alguien. Fuimos hasta un piso en la avenida de América, una calle mítica para mí porque de pequeño creía que siguiéndola hasta el final se llegaba a Nueva York. En un piso alto, repleto de arte azteca, nos recibió un hombre enfundado en un poncho en pleno mes de agosto, con la sonrisa más limpia que he visto nunca. Era Julio Alejandro y, aparte de autor de teatro, poeta, decorador y guionista de más de 75 películas mexicanas, había escrito con y para Buñuel Nazarín, Abismos de pasión, Viridiana, Tristana y Simón del desierto. Julio me decía: "La profesión de guionista se inventó para gente invisible: quieren que hagas el trabajo, pero que no se sepa tu nombre, que no se te vea por el rodaje, que no incordies; vamos, que no existas. Sigue mi consejo: dedícate a otra cosa". Julio se nos murió cuando la onda expansiva de su vuelta a España ya había premiado a todos los que se acercaron a conocerle y quedaron boquiabiertos. En su testamento dividió un dinero entre cuatro amigos y les recomendó que lo gastaran en jarana y comilonas a su salud. Fuimos a enterrar sus cenizas junto a un roble en el monasterio de Veruela y luego cumplimos con su deseo.
Los guionistas, como los enanos, se reconocen nada más verse. Suelen acabar compartiendo mesa y anécdotas sobre las propuestas más disparatadas que han recibido en su vida
Pocos son capaces de perdurar en el oficio del cine. Y a los guionistas quizá les beneficia estar parapetados en esa batalla. Por eso siguen así, disparando desde una trinchera
En cinematografías más precarias, como puede ser la nuestra, muy pocos productores alcanzan a corromper con dinero el alma de los escritores de películas
La profesión de guionista consiste en escribir películas. Tiene más del empeño del domador por sacar posturas imposibles a animales agresivos que de arte literario. Una película bien escrita es difícil de encontrar, pero cuando el espectador se topa con una la reconoce al instante. A menudo porque todo parece fácil. El actor dice cosas inteligentes sin esfuerzo, la trama avanza con ritmo incansable, las imágenes son sugerentes, el final inolvidable. Cuando esto se logra, el guionista ha desaparecido. Por eso el guión produce personas tan raras, incatalogables, difíciles de definir. Invisibles y cuando alguien los encuentra, niegan los méritos. Al menos los buenos. Para acabar de redondear la indefinición de esta profesión habría que añadir que algunos de los mejores guionistas fueron también directores: Preston Sturges, Billy Wilder, Woody Allen, por citar sólo los especializados en comedia, el género más difícil de escribir.
Tradicionalmente, los guionistas se han especializado en esta artesanía por dinero. Desde los primeros escritores de rótulos para películas mudas que prefirieron el clima amable de California y el dinero fácil hasta los últimos escritores frustrados que atendieron la llamada de un productor con ideas tentadoras. Dado que la gloria eterna no era algo alcanzable por escribirle argumentos a la mula Francis, el dinero podría ser una buena razón. En cinematografías más precarias, como puede ser la nuestra, muy pocos productores alcanzan a corromper con dinero el alma de los escritores de películas, así que se aprecia más su calidad artística, su capacidad para poner en pie tramas, su oído para el diálogo. Es decir, se le paga menos y a cambio se le permite expresarse con mayor libertad.
Los guionistas, como los enanos, se reconocen nada más verse. Suelen acabar compartiendo mesa y anécdotas sobre las propuestas más disparatadas que han recibido en su vida. Muchos suelen escribir poemas en la intimidad. Perico Beltrán, por ejemplo, toca los palos de flamenco con golpes de nudillo sobre una mesa y recita sus poemas completos que se niega a publicar porque un día me dijo una cosa preciosa: "Si los escribo ya no necesitaréis estar conmigo para que os los recite". Pedro Beltrán ha escrito los guiones de Mambrú se fue a la guerra y El extraño viaje, entre otros; es una persona inabarcable y una vez me dijo que dedicarse a ser guionista de cine era "algo así como hacer oposiciones a morirse de hambre".
Hace algún tiempo conocí en Barcelona a David Newman. Era uno de los ejemplos de persona que había hecho del final de los sesenta y mitad de los setenta la segunda época dorada del cine americano. Las películas de esos años, en Norteamérica, tejidas en plena crisis de los estudios, con pequeños presupuestos, actores y directores nuevos, argumentos y personajes complejos, siguen siendo al día de hoy insuperables. De un recuerdo rápido se pueden nombrar El padrino, Taxi Driver, Chinatown, El último deber, Taking off, El diablo sobre ruedas o Last Picture Show. Cuando el cine se escribía con el cerebro y no con la calculadora. David pertenecía a una generación que había elegido el cine para escapar de las limitaciones del periodismo o la televisión. Junto a Robert Benton formó pareja de guionistas cuya tarjeta de presentación fue Bonnie and Clyde, película fundacional de esa nueva época. Surgió de aplicar a las películas de James Cagney la sensibilidad de A bout de souffle o Jules et Jim.
Newman y Benton lograron parecida renovación en la comedia con ¿Qué me pasa, doctor?, y, en el western, con El día de los tramposos. Luego, Benton se hizo director y Newman seguiría escribiendo, entre otras, los primeros episodios de la saga de Superman. Cuando conocimos a Newman tenía casi 70 años y no pasaba por su mejor momento profesional. El cine americano actual ha masacrado la figura del guionista y, aunque sigue pagando oro por buenas ideas, aplaca la tentación de autoría imponiéndole a cada guión seis o siete reescrituras, muchas veces más contrarias que complementarias a cargo de otros tantos guionistas.
David era generoso. Lo mismo aquí que en Nueva York te regalaba su presencia, sus ganas de charlar. En una ocasión recuerdo que acudimos a una cena en la que, por azares de esta profesión, acudió un joven guionista norteamericano que estaba llevando a cabo la reescritura de una de esas películas de mandobles trascendentes que tanto se ruedan ahora: Le parten la cara al malvado de tropecientas hostias y en la secuencia siguiente se cuestionan el origen del mundo y la salvación de la humanidad. Parecen estar escritas con manual de artes marciales en una mano y un libro de Filosofía de tercero de la ESO en la otra. Pues bien, este guionista se permitió, desde los primeros intercambios de la conversación, mirar por encima del hombro a David. Era la habitual estampa del joven de rutilante éxito que desprecia al viejo dinosaurio. En un momento dado, David contó las dificultades que tenía para cobrar una reescritura que el capo de Miramax Harvey Weinstein no le terminaba de pagar y el joven autor terció para decir algo gangosamente: "Lo dudo, pero si tienes cualquier problema con Harvey llámame, somos uña y carne". David se tragó su orgullo y como era una persona educadísima le respondió: "Lo haré, lo haré".
Recuerdo que al salir del restaurante comenté con un íntimo amigo director de cine la escena. Ambos coincidimos: "No sé si quiero formar parte de una industria que premia a este descerebrado y castiga a un guionista como David". Probablemente éramos injustos. Olvidábamos que en el mundo del espectáculo se puede ser un anciano acabado con doce años y que en estas cosas del talento nada es eterno. Puede ser. Quizá nos ganaba nuestro respeto a los clásicos. No lo sé. Pocos son capaces de perdurar en el oficio del cine. Y a los guionistas quizá estar parapetados les beneficia en esa batalla. Por eso siguen así, disparando desde una trinchera.
El caso es que Newman se nos murió el pasado mes de julio. Tuvo una necrológica en el New York Times donde se recordaban sus créditos como guionista. Se puede añadir que era un gran tipo en este oficio de hombres invisibles.
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