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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Bulgákov Express

Marcos Ordóñez

Uno. El gran regalo de este anémico Grec ha sido, indiscutiblemente, El Mestre i Margarita, en el Lliure de Gràcia, dirigida por Xicu Masó y "creada" por un equipo de lujo (lujo humano y teatral: una lección de cómo suplir con imaginación la falta de medios) embarcado en una misión presuntamente imposible: poner en escena la descomunal obra maestra de Bulgákov, una de las grandes novelas del siglo. Un texto libérrimo, que escapa por todas sus costuras; una rebelión de la imaginación frente al corsé estalinista; un desafío: Bulgákov luchando contra la miseria, contra el anonimato, contra la tiranía omnipresente, para demostrarse a sí mismo que continuaba siendo un escritor; que podía inventar ventanas por las que escapar. Dibujó y redibujó su ventana desde 1928 hasta 1940, sin importarle que el libro nunca viera la luz pública, porque le bastaba su propia luz. Y así fue: no se publicó hasta 1966, 25 años después de su muerte; otro triunfo del arte contra la oscuridad y el olvido. Jean-Claude Carriére atrapó en su estupenda adaptación las líneas básicas de esa ventana inmensa, inabarcable; Lluís Massanet se ha encargado de la versión catalana, y ha armado la dramaturgia junto con Masó y Pep Tosar, que llevaron a cuestas el proyecto durante siete años, sin poder levantar hasta ahora -incomprensiblemente- la producción.

Dos. El Mestre i Margarita es lo mejor que ha dirigido Xicu Masó, la culminación de una carrera. Un espectáculo fuera de serie, pletórico de imágenes y sorpresas, un vertiginoso viaje en un tren expreso con la fuerza de la narración pura a guisa de motor. Estamos atrapados y embarcados desde la primera escena, la aparición del atildado y enigmático Voland en un parque de Moscú pronosticándole una muerte inminente al racionalista Berlioz. El joven Iván, que presencia la decapitación de su amigo y se traslada en el tiempo y el espacio hasta la Jerusalén del año 33, no tarda en descubrir que Voland es el mismísimo diablo pero, naturalmente, nadie le cree. Recluido en un manicomio, conocerá allí a un novelista en crisis, el Maestro, quien destruyó su última novela en un ataque de furia: una historia idéntica a la que Voland le mostró, con su magia, en el parque. A los veinte minutos de función ya se han tendido, pues, los tres hilos básicos de la adaptación: Iván es la bisectriz que enlaza a) la peripecia del Maestro, álter ego del propio Bulgákov, y de Margarita, contrafigura de Elena Bulgakova, su esposa, con b) su novela destruida, protagonizada por Poncio Pilato, atormentado por la culpa de haber condenado a Joshuá Ga-Nozri, un Jesucristo gnóstico, un hombre libre, clarividente, que pone en cuestión el orden establecido al denunciar la tiranía de César, y c) mil años más tarde, la ordalía del diablo Voland, un dandy anarquista que parece salido de un relato de Chesterton, llegado para sembrar el caos en la ciudad, hacer que hombres y mujeres revelen sus más secretos deseos y acabar liberando al escritor que ha roto su varita y a su esposa.

Tres. Gracias a la escenografía y el vestuario de Lluc Castells, a la iluminación de otro maestro, Xavi Clot, y a las coreografías de Marta Carrasco, un espacio tan pequeño como el Lliure crece y se desborda, creando una nueva realidad, un jardín de sueños que se bifurcan y acaban por confluir. El espectáculo es, literalmente, un juego de espejos, revelando, en planos cenitales, à la Lepage, la distorsión del manicomio, o descendiendo para plantarse ante nosotros y convertirnos en el público del Teatro de Varietés de Stephan Likhodeiev, con los actores desparramados por el patio de butacas, o para hacer volar a Margarita sobre el cielo nocturno de Moscú, presenciando lo que ocurre en cada casa, de camino a su cita con el diablo, en un truco sencillo y deslumbrante, que Rambal hubiera firmado.

Recorremos, como si estuviéramos en el corazón de un caleidoscopio, un universo secreto de oficinas y pisos misteriosos hasta llegar a la habitación escarlata donde habitan el diablo y su banda, interpretando la música oscura y sensual, entre Piazzolla y Goran Bregovic, de Jordi Riera, para asistir a otra enorme escena, ese inquietante baile de máscaras final que parece homenajear a Eyes Wide Shut, de Kubrick.

También se multiplican los actores, un excepcional reparto que pasa de la parodia burlesca al onirismo, del volatín circense al desgarro confesional: la sobriedad dolorosa del Maestro (Ramon Vila), la fuerza pasional de Margarita (Alicia Pérez), la elegancia sulfúrica de Voland (Pep Tosar/Pere Eugeni Font) y el bullicio malévolo de su tropa: el Gato (Xavier Albertí), Koroviev (Ángel Cerdaña), Assasel (Daniel Klamburg), Hella (Maria Ugarte). Y se multiplican, literalmente, volviéndose irreconocibles de una encarnación a otra, Pep Jové, que es Berlioz y el maestro de ceremonias del teatro y el portero Nikolái, y Xavier Novich, ahora Joshuá y ahora el súcubo Varenukha, y Victor Pi, un Poncio Pilato muy cercano a Agustín González y el alcohólico Likhodeiev, y Albert Ribalta como el desconcertado Rimsky Mateleuvi, y Miriam Alamany, seca enfermera, telegrafista loca, lúbrica Natacha, y Jordi Martínez, prefecto de Pilatos y funcionario moscovita.

Cuatro. Me dicen, por cierto, que esta maravilla no pasará al Lliure "en temporada" porque la programación está cerrada y porque también se cierra (por reformas, por falta de presupuesto), el Lliure de Gràcia, donde se ha estrenado. Entiendo las razones, pero me parece una injusticia descomunal, para este soberbio trabajo de equipo y para toda la gente que se ha quedado sin verlo. Es uno de los eternos problemas del Grec: la falta de sinergia, como se dice ahora, con los teatros de la ciudad; la muerte de sus espectáculos más allá de la fecha de clausura. Éste es un mensaje de socorro: promotores españoles, no dejen escapar este espectáculo. Aquí hay una joya pulida a mano, artesanalmente, que reluce como una superproducción "europea". Y, diría yo, por la cuarta parte de su precio.

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