'Lisístrata' y los clásicos
El Festival de Teatro Clásico de Mérida es uno de los pocos festivales europeos dedicados a este género, y sus amantes acudimos una año tras otro con la ilusión de encontrarnos con estos tesoros: vana esperanza. El festival hace tiempo que experimenta caminos diferentes, pero no encuentra el rumbo. La Lisístrata de Carles Santos es buena prueba de ello. El teatro clásico es un género de calidad, avalado por 26 siglos de éxito. Magníficos autores capaces de reflejar, en diálogos intensos, las emociones que mueven a los hombres: pasión, ira, soberbia, amor, miedo, ambición, ternura... No es extraño que siga teniendo adeptos.
Lo que hemos visto en el Teatro Romano es lo que se suele llamar en lenguaje teatral "un bodrio". Una obra de ínfima calidad, ininteligible, pretenciosa, chirriante, aburrida, mema. La cuestión no está en que es impertinente: Aristófanes ya utilizó esos recursos con gran lucimiento. Tampoco es rompedora, transgresora ni desafiante. Simplemente, es mala. Ahora bien, si a una obra se le cuelga la intocable etiqueta de "vanguardia", queda protegida en el acto contra cualquier crítica. Si no le ha gustado, es porque no la ha entendido, y si no la ha entendido, usted es tonto e ignorante.
El público de Mérida es un público entendido. Años de representaciones lo ha convertido en más experto que muchos críticos y hace tiempo que tenemos la modesta ilusión de ver teatro clásico. Que es serio, riguroso, apasionante, fuerte, inteligente y claro: pero no es "de vanguardia". Queremos encontrar hombres enfrentados a los dioses, coros encarnando a la conciencia, fuerzas de la naturaleza, humor, talento, agudeza y sensibilidad. Otro Edipo de José Luis Gómez, otra Fedra del Piraikon, otra Antígona del Teatro Universitario, otra Medea de Núria Espert: buenas adaptaciones, buenos expertos, buenos profesionales. Eso queremos. No nos defrauden más.
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