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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Literaturas de verano

Tiene el amor su mecánica como la mar sus símbolos, y de ahí la oportunidad de fin de temporada de no recomendar la lectura de algunos libros que lo mismo tuvieron su aquel en su momento

Guerrismo

Un tal Fernández Braso, o algo parecido, quiso retratar en un libro de conversaciones el lado bueno de Alfonso Guerra en pleno esplendor político del guerrero descamisado, y ahí quedó una colección interminable de sobresaltos en los que destacan los que tenían que ver con la función de la cultura. Para el entonces todopoderoso dirigente socialista, la lectura de poesía tenía la ventaja de que, al contemplar un surtidor, el lector poético podría decir "hay que ver cómo mana el agua de esa fuente", en lugar de recurrir al más común "menudo chorro de agua que está echando". Esto en lo que tiene que ver con la pedagogía poética. En terrenos más sólidos, como la narrativa, el gran conductor de masas tendía a confundir la gran literatura con los efectos documentados de la aspirina: "cuánto reconforta leer a Dostoievsky después de una dura jornada de trabajo mientras te dispones a dormir". Alegre socialismo de vanguardia improvisada.

Asesores iniciáticos

Otra relectura de verano poco recomendable es un tomito de memorias, que si no recuerdo mal se llamaba Aquéllos años, donde Julio Feo resumía algunas de sus exultantes aventuras como asesor del primer Felipe González en el Gobierno. Aparte de un estupendo viaje caribeño, tan espectacular pero mucho peor escrito que el relatado por Bryce Echenique en No me esperen en abril, se encuentran en ese temible libro algunas pistas de cierto relieve sobre una cuestión tan espinosa como el uso de los fondos reservados -algo que tanto juego daría a la oposición de la derecha pocos años después- donde los maletines volanderos iban y venían y siempre se tenía uno a mano para subvenir a los gastos de bolsillo. De bolsillo millonario, claro, así que esas páginas del risueño asesor presidencial de aquellos años deberían figurar en cualquier antología sobre cuestiones de las que se sabe cómo empiezan pero casi nunca cómo acaban.

Otra autobiografía

Antes de dedicarse en cuerpo y alma a recordar día tras día la terrible experiencia del universo concentracionario, Jorge Semprún era un dirigente comunista de postín con apariciones periódicas en Madrid bajo el nombre de Federico Sánchez. Algunos recuerdan todavía su indomable propensión a la escenografía cuando asomaba de pronto desde un cortinaje en una habitación de un piso madrileño. Tal vez esa afición irrefrenable le llevó a escribir un libro como Autobiografía de Federico Sánchez, donde hace literatura de escasas revoluciones a cuenta de su experiencia en El Partido, y en el que machaca a la pobre Pasionaria por su intemperancia minera al asegurar que "los intelectuales son unos cabezas de chorlito". Una afirmación delicada ya entonces, que muy a menudo podría ser compartida incluso ahora mismo, pero que nunca debió ser utilizada fuera de su contexto religiosamente leninista.

Viva la novela morena...

El inteligente Manuel Vázquez Montalbán se planteó una hazaña galdosiana: la crónica de sus episodios nacionales mediante el modelo narrativo de la novela negra, más bien morena. Tuvo el Planeta por Los mares del Sur, o quizás por La soledad del manager, precisión prescindible ya que eran más o menos clónicas. Una mezcla de sociologismo de todo a cien, cierta gracia en la descripción de las artes culinarias, un erotismo ajeno a todo refinamiento y como de oídas y una solvencia no siempre deslumbrante para urdir intrigas, le valieron para hacerse un nombre de la mano de Carvalho, un atípico investigador social con mucha afición a la radiografía susceptible de ser interpretada. Aún siendo un fetichista del libro, de los que no me desprendo así como así, lancé una vez por la ventanilla de un tren de cercanías una de sus novelas. Los mares del Sur, me parece. O tal vez era La soledad del manager. Qué importa.

...Y la canción mestiza

Todavía hay mucho cantautor que confunde la poesía con ocurrencias de rima forzada en la que cabe tanto como en esas grandes superficies comerciales que detesta. No son ya sus graciosas canciones, en el caso de Joaquín Sabina -y es mucho olvidar- sino ese libro - Ciento volando, creo que se llama todavía- de poemas en el que, al parecer, quiere hacer sonetos. Domésticos, y a modo de testimonio de un corto repertorio de estados de ánimo. Nada del rigor de Brines, por supuesto, pero tampoco de la fastuosa aplicación de Carlos Marzal o Vicente Gallego. Así las cosas, es un misterio que esta especie de Isabel Pantoja de izquierda de barra de bar quiera hacerse pasar también por poeta con libro publicado, aunque sea a costa de un puñado de chascarrillos más o menos tabernarios que nada deben por ahora a ninguna predilección por el talento.

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