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Columna
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El (mal) estado de la oposición

Un dicho habitual en la política norteamericana consiste en afirmar que el vicepresidente si es malo puede hacer mucho daño pero si es bueno no puede hacer nada. Con la oposición frente a una mayoría absoluta habría que decir algo parecido: su capacidad de traducir a la realidad su programa político es mínimo pero, por sus insuficiencias o por sus defectos, puede causar un mal objetivo al conjunto de la política en una democracia.

El tercer aniversario de la elección de Rodríguez Zapatero ha presenciado la peor constelación de circunstancias para su partido desde entonces. Lo sucedido en Madrid amenaza a la vez con proporcionar al partido de la oposición la imagen de un agregado de clientelas que se reparten favores, privarle de ese apoyo que necesita en la clase media profesional urbana imprescindible para intentar acceder al poder y alejarle de esa esperanza que fue para los jóvenes a quienes la política parece atraerles menos que nunca.

Se dirá que eso les afecta tan solo a los socialistas, pero ello no es cierto. Cuando un Gobierno tiene mayoría absoluta y hace uso de la suya con desfachatez no hay peligro mayor que una oposición que no sea verdadera alternativa. La evidencia empírica lo demuestra en el caso español. Los socialistas fueron muy escasamente controlados por la oposición en los ochenta y cometieron entonces algunos de sus peores desmanes. Hasta cierto punto, hoy se reproduce esa misma situación. Averiguar en qué consiste la deficiencia del PSOE es, pues, una tarea de interés no sólo para los eventuales votantes o simpatizantes del mismo.

Empecemos por lo que no son errores en la actuación de sus dirigentes. La acusación de pluralidad de concepciones con respecto a la organización territorial del Estado no es sostenible pues, a fin de cuentas, se reduce a una diferencia de criterio solventable al proporcionar un nuevo contenido al Senado. La imagen de un PSOE radicalizado tampoco se compadece con la realidad. Sin duda ha puesto excesivas esperanzas en las manifestaciones antibélicas, carece de una política precisa con respecto a los situados a su propia izquierda y ha sido simplificador en materia de política internacional. Pero el mal no radica ahí. Tampoco en el estilo: el intento de hacer funcionar una "oposición útil" es meritorio: piénsese qué sucedería, además, en el caso de que todos los grupos utilizaran la crispación de que hacen gala algunos dirigentes del PP.

Pero la oposición ha de exigirse mucho más. Hace tres años triunfó una ilusión en la izquierda. Para sostenerla hubiera sido necesario otro tipo de partido, más responsable de cara a los comportamientos internos y más consistente en las relaciones con las otras fuerzas políticas. En el estropicio madrileño los socialistas han combinado un planteamiento judicial errado con la ingenuidad y la desmesura acusatoria. La oposición útil, por su parte, no puede degenerar en pactismo consistente en repartirse los cargos institucionales. El acuerdo por la justicia, lejos de los esperables efectos positivos, ha proporcionado un arma singular al Gobierno y el antiterrorista, aun útil como intercambio de información, vela las reales divergencias de planteamiento entre los dos grandes partidos respecto del País Vasco.

El PSOE ha realizado el cambio generacional y encontrado un estilo, pero nada más. Le siguen caracterizando la bisoñez, la carencia de una realidad política interna cristalina y responsable, una cierta inconsistencia e incapacidad para la alternativa, súbitos ataques sucesivos de desmesura y de complacencia con el adversario. Y eso no implica que éste no abuse hasta el límite de su poder político y que muestre la más absoluta carencia de escrúpulos para aprovechar sus ventajas.

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En sus memorias, Denis Healey, un político laborista británico, señaló hasta qué punto el cansancio y la suerte influyen en política. Una oposición cansada y un Gobierno con mayoría y afortunado pueden concluir en una auténtica violación -ésa sí, bien cierta- de los ciudadanos.

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