Electra y familia
Uno. La Electra de Sófocles, en versión de Sanchis Sinisterra, en castellano, ha llegado al Grec, dirigida por Antonio Simón. Un espectáculo muy cercano, en concepto y escenografía, firmado por Paco Azorín, a la lejana Electra (1988) de Deborah Warner en el Barbican (la plataforma de piedra hendida por un canal con agua, el muro al fondo, la penumbra) y al Edipo de Pasqual, del año pasado: por la concentración de sus líneas de fuerza, la sobriedad, la contundencia expresiva. Y también el trabajo con el texto, que suena más hermoso que nunca en la versión de Sanchis, pese a que algunos giros parecen evocar las construcciones verbales de Lorca y suenan, por ajenos al contexto, un tanto extraños al oído.
A propósito de Electra, en versión de Sanchis Sinisterra, dirigida por Antonio Simón
La Electra de Eurípides es más compleja psicológicamente; los personajes y los conflictos están más desarrollados, y la catarsis llega por la vía del arrepentimiento y el castigo final a los matricidas. Pero la de Sófocles es, indudablemente, más "moderna": más irónica, brutal y descreída; armada sobre tensiones y contrastes emocionales, como un diamante áspero. Es una tragedia breve, reconcentrada, de una extrema densidad. Antoine Vitez: "Aquí todas las palabras son importantes, como un telegrama". No hay héroes sino pasiones feroces, y cálculo. En esta Electra ya está Racine. Y, desde luego, Shakespeare: por el absurdo, por la sensación de vacío final, con dioses enmudecidos o ausentes. Electra y Orestes son prehamletianos: vengadores dubitativos que necesitan autoabastecerse de odio. Hay una gran escena, de un humor negrísimo y salvaje, en la que "vemos", como si viajáramos al revés por el tiempo, a Hamlet y Tito Andrónico dándose la mano: Egisto contempla un cadáver amortajado creyendo que se trata de Orestes, cuando en realidad es el de su esposa muerta, Clitemnestra. "Decidle a la reina que venga", dice Egisto. "No hace falta", responde Orestes.
Dos. Electra es Angels Bassas. Una actriz estupenda en un papel cargado por el diablo. Electra es una criatura desmesurada, extremista, muy próxima a Medea. Hace falta una gran fuerza -física y psíquica- para mantener el voltaje de la ira, del deseo de venganza, y saber "bajar" de ese podio incendiado para dar los otros movimientos de la pasión: el agotamiento por la tensión interna, los arrebatos de locura, de sarcasmo, de violencia irracional; y el dolor, a lágrima viva ante la falsa noticia de la muerte de Orestes; y el descenso al pozo en la última escena, contemplando el inútil cadáver de la madre. Bassas y Antonio Simón parecen haberse planteado una Electra "mediterránea": a ratos (y con ayuda del coro: Oriana Bonet, Susana Egea, Anabel Moreno) parece estar haciendo Yerma, y a ratos Los Tarantos. Desplante, desmelene, escupitajo. Es una opción como cualquier otra; tal vez el problema no sea precisamente ése. Falta interiorizar esa locura constante, ese malestar que no le abandona; sobra autoconciencia. Angels Bassas vence pero no convence: trabaja demasiado para la galería, luciendo "su esfuerzo". Quisiera ser justo: hay chispazos de genio pero falta una humildad profunda. Cuesta "ver" a Electra: en contados -y espléndidos- momentos te olvidas de que estás viendo a una actriz, tratando de atrapar con los dientes el "papel de su vida", aunque desde luego, y con todos los peros, hay que tener un par de ovarios para lidiar ese toro.
Tres. Vicky Peña es una inmejorable Clitemnestra, muy cercana a la Gertrudis de Hamlet. En Sófocles hay gran drama porque a cada nuevo giro, a cada nueva "información", cambian tus simpatías hacia los personajes. El conflicto de Clitemnestra es mucho más atractivo, dramáticamente, que el de la protagonista: tiene muy buenas razones. "Estamos" con ella porque descubrimos que Electra es su espejo: la hija no puede entender que Clitemnestra matara a Agamenón para vengar la muerte de Ifigenia ("sangre por sangre, ésa es tu ley, madre"), cuando es obvio que va a seguir su modelo, y las dos actrices, Bassas-Peña, logran ese efecto especular con gran claridad y sutileza. Mario Gas también está soberbio (autoridad, malicia) como Estrofio: un implacable "reajustador", mitad Torcuato Fernández Miranda, dispuesto a organizar la transición caiga quien caiga, mitad Smiley en una novela de Le Carré. Su mejor momento es la invención de la caída de Orestes, que destila con gran sabiduría narrativa y un admirable timing, como si estuviera contando la escena cumbre de Ben Hur. Es justamente eso: le está "contando una película" a Clitemnestra para ganarse su confianza. Orestes es Joan Carreras, y también queda clarísimo que es el perfecto hijo adoptivo de Estrofio: el pedagogo le ha inculcado toda su ferocidad; le ha convertido en una máquina de matar, gélida, sin arrepentimiento, y sin mancharse las manos: tiene a Pilades (Óscar Pino) para ese trabajo sucio. Otro gran trabajo, con una sencilla y poderosa verdad, es el de Pep Molina, el corifeo, el campesino sabio que contempla todo y, escéptico, de vuelta, aconseja una prudencia imposible.
Como el Edipo de Pasqual, esta Electra pide un espacio más íntimo, más acotado, que el Grec. También pide ajustar algunas escenas (cuando Electra abraza la urna con las cenizas, Antonio Simón coloca a Orestes y Pilades de cara a la pared, como si estuvieran orinando) y replantearse un par de figurines de Nina Pawlowsky: Anna Güell (Crisotemis, la hermana) brillará cuando deje de parecer una monja que acaba de abandonar el convento, y espero que mejore Ricardo Moya, el más flojo del reparto, con una línea de dirección a mi juicio completamente equivocada -entra silbando y manosea a Electra como un chulo de playa- si, para empezar, le arrancan sin piedad ese traje inverosímil, que se diría diseñado por un coriáceo enemigo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.