Vascos al borde del vacío
Oteiza descubrió en los cincuenta que el alma vasca se sitúa al borde de un cromlech vacío. Para quien lo tenga olvidado, el cromlech es una hilera de piedras puestas en círculo hace unos miles de años.
Importa que estos monumentos reciban su nombre de una voz rotunda derivada del celta, hablado por los bretones. El tamaño también importa. Si el círculo de piedras es pequeño, se dice que fue construido a "escala humana", y se le llama microlítico. Si el cromlech está hecho con piedras mayores, entonces se le llama macrolítico. En Euskadi no existen estos cromlech grandes, en los que las piedras pierden su elegante intimidad circular para convertirse en algo inespecífico y hasta vulgar. En el límite con la grosería, los megalitos de Stonehenge. Pero lo más importante es que dentro del círculo no hay nada.
Un político no debería inclinarse hacia el abismo y quedarse ahí colgado
El alma del hombre vasco se apoya en el borde de ese círculo, mientras la etxekoandre se ocupa de los hijos. Y así colocado al borde de la nada, el hombre vasco extiende su mano izquierda hacia el vacío interior y permanece meditando; como un probo alto cargo del Gobierno vasco que, apoyado en la cerca de su remodelado caserío, contempla el horizonte soberano.
No debe confundirse la nada metafísica con la nada meramente física. Si el puchero familiar está vacío, la etxekoandre no puede argumentar que la familia tendrá el privilegio de alimentarse del vacío metafísico.
Pero la grandeza del vacío vasco es que permanece vacío aunque en su interior se encuentren cosas. Un antropólogo dijo en cierta ocasión a Oteiza que seguramente nuestros cromlech serían sepulturas. El escultor contestó indignado que, aunque contuvieran huesos, no serían sepulturas, sino que alguien los habría puesto allí después, aprovechándose de esa construcción sagrada y vacía, para fines más prosaicos. Aunque suene a broma, este argumento tiene miga. Me recuerda la sencillez puritana de los nacionalistas vascos exilados en Burdeos que conocí en mi juventud. Me los figuro tildando de "cucos, cuclillos, moñones" a estos herederos de Sabino y de la obra pública que combinan la cena en el batzoki con los deportivos de lujo. Porque han aprendido a actuar como esas aves trepadoras que, mientras corren río abajo, dejan sus huevos en el nido ajeno, para que se los vayan empollando sus afanadas propietarias, siempre dispuestas a entonar por la paz un avemaría.
El cromlech vasco es, a mi humilde entender, la primera representación del cero RH negativo de los vascos-vascos. Un cero negativo de sangre petrificada, quizás procedente de la famosa batalla de Arrigorriaga, en que las piedras cogieron el color de la sangre hispana; batalla por la independencia que nunca existió. Ahí está la clave capaz de transubstanciar hasta las rocas. Asomado a ese vacío, hasta al levantador de piedras neolítico le era dado contemplar, con los ojos del espíritu, un glorioso pasado soberano. ¿Qué más se puede pedir?
Mi escultor predilecto no quiso saber que para creer en transubstanciaciones hay que formar parte de una comunidad de creyentes. En otras palabras, hay que estar dispuesto a comulgar con ruedas de molino. Oteiza, como tantos mamíferos, tenía nostalgia de la comunidad. Pero en él primaba el individuo que necesita tener a mano un zulo metafísico por el que escaparse del agobiante solar comunitario.
Hay que ver cómo cambian las cosas. Me he pasado media vida despotricando de la burguesía por su apego al vil metal y tengo que reconocer ahora que los únicos vascos que parecen tener sentido común son los empresarios, que mueven incrédulos la cabeza al oír hablar de soberanismo. Ellos saben que al borde de un vacío cajón del mostrador no se encuentra la nada metafísica sino la ruina de la empresa.
Cierto que otros pueblos viven tranquilamente en el borde. Un chileno decía que su país es tan estrecho que había que dormir con el pasaporte en una mano por si al dar la vuelta se atravesaba la frontera. Este país vasco no es más ancho y quizás por eso se muere de ganas de disponer de pasaporte propio, aunque eso le cueste llegar a ser más estrecho todavía.
Posiblemente Oteiza tuvo razón cuando imaginó a los vascos al borde de la nada. Los etarras han creado la subcultura de vivir asomados al abismo. Y el PNV les anda a la zaga, amenazándonos a todos con lanzar el dado rojo. El escultor sabía que afrontar la nada es la especialidad del artista cuando se encuentra con la materia en bruto. Sin llegar a artista, yo misma atravieso mis horas de ansiedad cada semana mirando este folio en blanco con la vana esperanza de que las letras aparezcan solas. Pero un escritor sabe que la realidad que él crea es virtual. Que sólo existe mientras haya lectores que la aprecien. Pero en el mundo de lo social nunca se parte de la nada, sino desde la experiencia del convivir.
Un político no debería inclinarse hacia el abismo y quedarse ahí colgado con la mirada perdida en el vacío, aunque le aplaudan sus votantes.
¿Es que nadie dirá al lehendakari que no juegue con las cosas de comer?
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