Alejandra Ferrándiz Lloret, historiadora de la psicología
Cuando supo la naturaleza de su enfermedad, que sería un sufrimiento largo, Alejandra Ferrándiz llamó a algunos amigos y les rogó que guardaran en silencio la peor noticia que ella nos podía dar.
Hasta su muerte, anteayer, en Orcheta, Alicante, la casa de sus padres, Alejandra sufrió el acoso del mal, lo arrostró con la fortaleza con que vivió todas las circunstancias de la vida, con discreción y con insólita valentía, y nos dejó, a los que la quisimos, con el recuerdo de una de las mujeres más nobles, tiernas e inteligentes que hayamos conocido.
Tenía 58 años, era psicóloga, fue profesora de Historia de la Psicología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Además, fue investigadora asociada a la Fundación Gregorio Marañón, a la que apoyó, con el exigente criterio con que abordaba los asuntos de su materia, en el esclarecimiento del legado del extraordinario médico y escritor español.
Psicóloga también de la vida cotidiana, escribió a principio de los setenta, en 1974, junto con su marido, Vicente Verdú, un libro fundamental para entender el desarrollo del proceso amoroso en España, su lenguaje, su historia y sus conductas. Su Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, que se leyó ávidamente entonces, convirtió al matrimonio Ferrándiz-Verdú en punto de referencia para abordar las que empezaban a ser nuevas relaciones amorosas en aquella España que despuntaba a la libertad, y acaso ese mismo libro las ayudó a vislumbrar de otra manera.
Es probable que Verdú, uno de los grandes periodistas de costumbres y cultura que tiene la prensa española, haya puesto ahí, en ese libro, los datos y las poesías. Pero es seguro que aquella Alejandra juvenil y ya extremadamente imaginativa, sensata y perspicaz, puso el conocimiento de la peripecia humana, además de un carácter que los años ahondaron aún más hasta convertirla en una consejera personal de valor incomparable.
En el ámbito más íntimo de la vida, Alejandra Ferrándiz fue también una mujer ejemplar; su experiencia como psicóloga la convirtió, seguramente, en esa asesora valiosísima para los problemas de sus numerosos amigos, pero sobre todo hizo de ella una madre extraordinaria, que condujo una familia -el propio Vicente, su marido, y sus hijos, Eduardo, Juan y Sole- como si estuviera consolidando la armonía de una obra de arte. Su muerte deja fuera de la vida a una mujer extraordinaria; el recuerdo que deja es sólo un consuelo que agranda el dolor de su ausencia.
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