El gran cumpleaños de San Petersburgo
La ciudad rusa devuelve el brillo a sus palacios en su 300º aniversario
Este año es, según la Unesco, el año de San Petersburgo, el 300 que pasa desde que Pedro el Grande, un zar ingenioso en casi todas las artesanías pero prácticamente ágrafo, asesino de su propio hijo y autoritario modernizador de Rusia, decidió erigir una ciudad de cara al mar y de cara a Europa, puerto de guerra y centro de cultura, dotada de canales como Amsterdam, y, como Roma, de palacios barrocos en los que forzó a residir a una aristocracia renuente a tan inhóspitos parajes, con fríos extremos durante buena parte del año y noches blancas durante meses. Desde entonces San Petersburgo es la ciudad más refinada de Rusia, la cabeza intelectual del país y el lugar donde se habla el idioma con más fineza. Con motivo del tricentenario, la estatua de Pedro frente al Neva, icono de la ciudad, ha sido restaurada. Desde el pedestal de su montura, Pedro contempla los caprichos y fantasías egipcias de los muelles en la isla Vasielivski, y la aguja dorada de la fortaleza de Pedro y Pablo, en cuya basílica descansan los sucesivos zares en sus sepulturas, a los que en 1998 se agregaron los restos de los últimos Romanov, compartiendo túmulo con los criados que les acompañaron en su cautiverio y matanza.
En el poema narrativo El jinete de bronce, de Pushkin, recientemente traducido al español, el gigantesco zar metálico persigue por toda la ciudad al infeliz Eugenio que se ha atrevido a desafiarle con estas palabras: "¡Espérate, arquitecto de milagros! ¡Ya verás!". En El gabán, de Gogol, acta fundacional de la novela rusa, una enorme mano de sombra despoja de sus abrigos a los desprevenidos caminantes, en lo más crudo del invierno. La alegoría trágica de Pushkin y la tragicómica de Gogol, donde una fuerza avasalladora se manifiesta contra la pequeñez del individuo, mantienen su validez. Hoy como siempre, ser ciudadano ruso es una distinción, pero también implica caminar con pesas atadas a los tobillos, ser agraciado con una doble medida de sufrimiento. Los palacios del arquitecto Rastrelli en los malecones y en la Nevski, una de las avenidas más célebres de la literatura mundial y una de las más caras del mundo, están siendo adecentados y repintados en los colores pastel rosa, verde y amarillo, y al amparo de los andamios, las viejas, testimonio de una generación sacrificada, contemplan el tráfico de las bellas, los afortunados y los carteristas, a cuya caridad ofrecen flores o hierbas. Para los petersburgueses los precios son astronómicos, la vivienda inaccesible, las amenidades -salvo la entrada a los fabulosos museos Ermitage y Estatal Ruso, y la vodka- inciertas. Pero la esperanza no se pierde, pues unos años atrás la vida estaba aún peor y el futuro no está escrito.
Para el forastero, la ciudad está como nunca. Cuarenta primeros ministros han respaldado a Vladímir Putin en las celebraciones del tricentenario; las amenazas de temporal procedente de Finlandia han sido bombardeadas con un ataque masivo de la fuerza aérea rusa; el Estado ha invertido millones de rublos, muchos de los cuales se han volatilizado entre los dedos de la corrupción. Se suceden las ceremonias, las fiestas, los espectáculos, los conciertos. Los atlantes que soportan balcones y columnas en las fachadas de los palacios, los trofeos de los puentes y las efigies de los santos en el interior de las iglesias han sido recubiertos de brillante pan de oro, tan caro al gusto ruso; brillan las agujas que pinchan la panza del cielo desde lo alto de las cúpulas. Y hasta el palacio imperial de Tsarskoie Selo, hoy Pushkin, ha recuperado la mítica Cámara de Ámbar, desaparecida durante la invasión alemana. La de ahora es idéntica a la original, salvo por el cartelito que anuncia a la empresa alemana que ha patrocinado la restauración. Muchas cooperaciones como ésta es lo que San Petersburgo espera de los fastos de su tricentenario.
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