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El revés de la trama

El sainete, astracanada o drama que se representa en la Cámara de la Comunidad de Madrid tiene no ya a los madrileños, sino a España entera (y quién sabe si a parte del extranjero), sumidos en el estupor y el escándalo. Los hechos son, de tan conocidos, trillados. Resumamos muy brevemente. La reciente elección dio un resultado de práctico empate entre lo que llamamos la derecha y la izquierda, con la ventaja de un diputado para la izquierda. Pero esa izquierda está dividida: no es un partido, sino dos, PSOE e IU, éste claramente minoritario. En realidad, el partido mayoritario es la derecha (PP), al que le falta un diputado para alcanzar la mayoría absoluta. El mandato popular, por tanto, es equívoco, aunque, como es natural, cada partido se atribuya la victoria. En estas condiciones, gobernar iba a resultar muy difícil en cualquier caso. Los dos partidos de izquierda necesitaban coligarse para gobernar con un solo voto de ventaja. Cualquier discrepancia entre ellos podía provocar una crisis: un solo voto hubiera podido romper la frágil coalición en cualquier momento. Y resulta que la crisis se ha producido ya, antes de formarse Gobierno: dos diputados del PSOE se han ausentado deliberadamente y abstenido en las votaciones, con lo que la mayoría de izquierda se ha esfumado.

El rasgado de vestiduras, las invectivas, las abominaciones, las acusaciones, las querellas criminales y las expulsiones de los réprobos, casi invariablemente designados como "los corruptos" o "los traidores" (lo de "tránsfugas" ya parece un tecnicismo aséptico), han llovido en cascada como consecuencia de la deserción de ambos diputados. Estos señores han sido expulsados del partido y acusados de formar parte de una tenebrosa trama de intereses inmobiliarios inconfesables. Es muy posible que sea cierto, aunque las cosas parecen menos tenebrosas de lo que se dice. Es muy raro que no se conocieran los intereses económicos de estos señores, que, al parecer, militaban hace muchos años en el Partido Socialista. Las tinieblas, por tanto, parecen bastante diáfanas. El escándalo, en realidad, no parece debido a que tengan estos intereses, sino a que falten a la disciplina de partido. Y uno no puede dejar de sospechar que todo este drama muestra que lo que hay detrás, lo que de verdad alarma a los políticos en este asunto, no es que haya intereses económicos en las acciones de algunos diputados, cosa por demás sabida en Madrid, en España y en cualquier sistema político, democrático o no. Lo que alarma a los dirigentes de los partidos es que alguien rompa la disciplina de voto, como a un capitán le alarma que se le indiscipline de la tropa. Al soldado que se insubordina se le somete a consejo de guerra; pero a estos diputados insubordinados se les ha tratado aún con más severidad: se les ha expulsado de manera fulminante, sin siquiera abrir expediente.

A uno lo que le parece más escandaloso es que, después de veinticinco años de democracia, sigamos teniendo un sistema tan poco democrático de elegir a nuestros diputados. En estas páginas (hace ya mucho tiempo, es cierto) se denunció, sin éxito, el sistema de listas cerradas y bloqueadas por el que se elige a la mayor parte de los representantes en España como un cercenamiento inadmisible de la libertad del elector. Y lo que me parece más alarmante todavía es que distinguidísimos juristas hayan escrito recientemente en este periódico y en otros pidiendo no que se flexibilice el sistema electoral, sino que se le haga más rígido todavía con medidas contra el llamado transfuguismo. Lo cierto es que el sistema electoral que tenemos es tan absurdo que da lugar a conflictos continuos, porque nuestros diputados, aunque se finja lo contrario, no son en realidad representantes de los electores, sino de los tenebrosos comités de los partidos, que los designan con arreglo a criterios que permanecen ocultos a los ojos de los ciudadanos. Por eso no puede hablarse de verdadera democracia, porque los diputados no representan realmente al demos, al pueblo, sino a una diminuta camarilla de burócratas de partido.

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Las inconsecuencias de nuestros políticos son a veces monumentales. En otros países los diputados son elegidos más o menos directamente por los electores, y por ello muestran una mayor o menor independencia, y eso, cuando se da en el extranjero, a nuestros políticos les parece muy bien. Apenas hace un mes, muchos de los que hoy claman al cielo contra el transfuguismo se regocijaban de que, en Gran Bretaña, más de un centenar de diputados laboristas votaran contra las mociones de su propio partido como protesta por la participación británica en la guerra de Irak. Ése, al parecer, era transfuguismo del bueno. Hace tres años, en el Senado de Estados Unidos, un senador republicano rompió la disciplina de partido y se declaró independiente, privando así de la mayoría al partido del recién elegido George W. Bush, en protesta, según dijo, contra su excesivo conservadurismo. Por supuesto, los republicanos juraron venganza (y la obtuvieron), pero a nadie, ni allí ni aquí, se le ocurrió cuestionar el derecho del senador a hacer lo que hizo. ¿Por qué debe España ser diferente? ¿Por qué les parece bien a nuestros políticos la independencia de los diputados en otros países y no aquí?

La respuesta no por lamentable es menos evidente. El sistema de listas cerradas y bloqueadas da a las directivas de los partidos un poder enorme, al que ni remotamente quieren renunciar. Es verdaderamente escandaloso que tanto el PSOE como el PP hayan denunciado en algún momento, cuando estaban en la oposición, el sistema de listas cerradas y hayan olvidado sus denuncias tan pronto como llegaron al Gobierno. No quieren privarse del poder de nombrar a los diputados sin dar cuentas a nadie, del privilegio de ser gran elector, de tener a los supuestos representantes del pueblo firmes e inmóviles como soldaditos de plomo, a sus órdenes, con la amenaza de que, en frase inmortal del mayor elector de todos, "el que se mueva no sale en la foto".

Éste es el meollo de la cuestión, la verdadera corrupción, que no se limita a Madrid y que salpica a todos los partidos y en especial a los dos grandes que se alternan en el poder central desde hace más de veinte años. Lo de los intereses inmobiliarios es una anécdota, una bambalina tras la que nuestros legisladores pretenden darnos gato por liebre. Lo que más hiede a corrupción no es Madrid; lo que despide un olor insoportable es la Ley Electoral y las directivas de los partidos que incumplieron sus promesas de reformarla.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.

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