Adicción al verbo
Ramón Reboiras (San Julián de Laíño, 1961) es uno de esos escritores que, quién sabe por qué inexplicable razón, no se le está otorgando ya la atención que sus libros publicados hasta ahora merecen. O quizá esa razón no sea, en realidad y dada la mediocre estandarización de la literatura en boga, tan misteriosa ya que cada libro publicado por Ramón Reboiras constituye una apuesta literaria de una independencia feroz respecto a las imposiciones del mercado. Así, sus dos nouvelles (Corazonada y El guardián de las ruinas), su excelente libro de poemas (El resto del mundo) y su novela anterior (El día de los enamorados) respondían a un inviolable compromiso tanto con su universo personal como con su particular manera de verbalizarlo, es decir, de literaturizarlo. Y lo mismo ocurre ahora con su última producción, Hazlo por mí, una novela que, quizá para muchos, escape a las leyes novelísticas en su sentido tradicional, o que caiga dentro de la "autoficción", como relato en el que las experiencias del propio autor se confunden con las del narrador de la historia que se nos cuenta hasta el punto de fundirse las identidades de ambos, pero que, en realidad, va mucho más allá, pues juega con los géneros establecidos (novela autobiográfica, diario, libro de autoayuda) para, utilizando las formalidades de dichos géneros, escribir sobre la escritura.
HAZLO POR MÍ
Ramón Reboiras
Alianza. Madrid, 2003
197 páginas. 12 euros
En efecto, el autor nos pre
senta una voz que empieza narrándose en una situación límite, como el resto de un naufragio de un yo sobreviviente a una profunda crisis existencial, y que, en el retiro insular de una clínica de rehabilitación de drogadicciones, inicia, por recomendación terapéutica, la escritura de un diario con el fin -parece al principio- de recobrar al que "alguna vez fui, si es que mis recuerdos no me fallan y fui alguna vez esa persona"; pero, de hecho, el objetivo, la finalidad, de la escritura de ese falso diario no es la recuperación de esa persona que quizá fue quien escribe, ni la reconciliación con ella, sino la búsqueda, el hallazgo, la creación de la persona que llegará a ser. Así, el narrador empieza su relato escribiendo que, al llegar a la isla donde ha decidido aislarse, "venía de un trayecto a la deriva y estaba dispuesto a desahogarme lo suficiente para, un tiempo después, volver a tierra firme vacunado con el síndrome insular, ese mal de la lejanía que afecta a todos los que, navegantes o no, deciden emprender una exhaustiva circunvalación en torno a sí mismos"; pero, al final, reconoce que "vine a una isla a tratar de escribir sobre un nuevo ser parecido a lo que en el futuro seré". De ahí que, como confiesa varias veces a lo largo del relato, no le interesen los diarios ni las autobiografías, ya que al narrador no le interesa bucear en el pasado, ni analizar su presente, pues no le importa quién fue ni quién es sino quién será, es decir, no busca la recreación de un yo perdido sino la invención de un yo por llegar, y, en este sentido, la invención, la creación de una identidad va de la mano de la literatura, de la ficción, de la creación verbal.
Y ése es el verdadero asunto
de esta novela. "Sobre ese doble juego, el de la obligación terapéutica de recabar mi diario y mi deseo de escribir un libro acerca de mi estado, se fue incubando desde el primer momento cierta mala conciencia, pues sufro una profunda repugnancia a contabilizar mis días como si de un diario se tratara, a no ser que desde mi interior arranque una ficción que sólo la literatura puede amamantar con sus trampas, recovecos y ese trastorno de la personalidad que convierte cualquier relato en primera persona en la confesión que se autoanaliza desde el verbo", escribe Reboiras o, mejor dicho, el narrador (o al revés, pues, si bien, tratándose de una novela, no debe identificarse al narrador con el autor, ambos tienen una cosa en común: el oficio de escritor). Con una escritura brillante, un sentido del humor, a veces negro, y una ironía contundente, Reboiras convierte a ese sobreviviente de una generación por él denominada "generación de guerrilleros del exceso" (una generación anímicamente alimentada por Malcolm Lowry, Joseph Roth, el Marqués de Sade, Drieu La Rochelle, Hendrix, Janis Joplin o Kurt Cobain), en un pequeño héroe de nuestro tiempo, un personaje lermontoviano salvado de la deriva adictiva en la que cayó para, una vez superada, poder entregarse a la que, en el fondo, es la adicción que busca: la adicción al verbo.
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