La política en el juzgado
No está lejos el tiempo en que, desde medios de partido, se dirigía a los jueces el reproche de una ilegítima invasión del terreno propio de las instituciones de la democracia representativa. A la vez que en otros ámbitos reverdecían las conocidas tesis de la falta de legitimidad de la jurisdicción para condicionar con sus intervenciones la voluntad de la mayoría. Lo curioso es que esas tomas de posición, al menos objetivamente, fueron estimuladas por actuaciones judiciales producidas a partir de indicios vehementes de delitos de notable gravedad. Con lo que bien podía parecer que lo cuestionado era, en realidad, la vigencia del Código Penal como límite para la política en acto.
Diríase que las cosas han cambiado, cuando ahora son los propios actores políticos los que, en una patética guerra de querellas cruzadas, llaman en causa a los jueces para una operación de limpieza; que cada uno reclama (exclusivamente) para el terreno del adversario. Lo cierto es que al obrar de este modo se produce, con aparente paradoja, la evidencia de una crisis de la democracia representativa y, al propio tiempo, la acreditación de una cierta vitalidad de la parte de derecho del vigente Estado constitucional.
La ocasión se presta a decir que quienes desempolvaron de forma parcial el título de la vieja obra de Lambert El gobierno de los jueces..., debidamente descontextualizado, para descalificar actuaciones jurisdiccionales incómodas, hacían un grosero ejercicio de demagogia. (Curiosamente reiterado con ocasión del caso Pinochet). Los jueces ni gobernaron entonces ni gobernarían ahora. Primero, porque como escribió muy bien Bachof, ya en 1959, no tendrían medio de hacerlo ni aunque quisieran. Y, sobre todo, porque, ayer como hoy, no es la jurisdicción la que invade la política, sino una parte de ésta la que se habría precipitado en una suerte de foso séptico que, en sociedades articuladas constitucionalmente conforme a valores, no puede por menos de comunicar directamente con el juzgado.
El recurso al juzgado es, pues, en determinadas condiciones, legalmente irreprochable. Pero tiene también un valor sintomático. Es, ciertamente, un síntoma, que podría ser de razonable salud de la política, si se diera en verdaderas situaciones límite, caracterizadas por la más estricta ocasionalidad, y respondiese a un sentido común compartido de que no puede haber espacio para la ilegalidad en el marco de la gestión de la polis. Pero no es así. Los indicios son, más bien, de que existe todo un universo sumergido de política (y de economía de la política) por debajo de la legalidad, sustentado por un consenso transversal y objetivo, coronado, a su vez, por un pacto de silencio. Este sólo se rompe, y nunca del todo, de forma accidental con el ejercicio de acciones legales, que más que fe en el derecho expresan la vocación de un uso instrumental de éste, en realidad, para incidir en el deteriorado statu quo, que no para salir de él. Porque, aunque puede que no en el mismo grado, la generalidad de los actores comparten similar actitud de fondo y gestionan la propia trastienda en parecidos términos; como declaró, con más cinismo que sinceridad, hace ya bastantes años, un veterano político del norte. Es decir, en general, reproducen un modelo de actuación que es básicamente idéntico en todos los casos, y que es el que ha convertido a los partidos políticos, en gran medida, en verdaderas agencias de gestión de intereses corporativos (en el sentido de propios) y, de manera no infrecuente, en difusores de diversas clases de ilegalidad.
De ese pacto, ciertamente de estado, forma parte un acuerdo implícito de banalización del momento garantista de la política, mediante la amortización de recursos perfectamente accionables de la misma, que podrían y deberían asegurar la calidad de sus resultados, siempre que hubiera voluntad al respecto. Pero las reivindicaciones y las denuncias en esta línea parecen ser meros tics de oposición, que pasan tan pronto como se cambia de situación respecto del poder.
Y también hay base para hablar de un pacto similar sobre la justicia. El único realmente existente que, por debajo y más allá de las retóricas intercambiables, en función del lugar que se ocupa, de gobierno o de oposición, da cuenta del porqué de una añeja política judicial connotada por la reiterada propensión a girar sobre sí misma, con una exasperante falta de proyecto y siempre fértil en momentos de irracionalidad en el uso de los medios, seguramente impensables en otro ámbito estatal. ¿O es que cabría imaginar -fuera de ese contexto- una situación como la representada por la existencia de 300 nuevos jueces en el dique seco, es decir, sin puesto de trabajo, cuando en infinidad de órganos judiciales el papel está saliendo por las ventanas? Esta situación aberrante, producida, significativamente, en el punto de intersección de dos mayorías políticas, al sucederse, como tales, en el Consejo General del Poder Judicial, es buen ejemplo de ese acuerdo de facto, claramente implícito en la falta de voluntad de evitar resultados tan demoledores como éste. Y el más general de una institución permanentemente lastrada por las insuficiencias y, así, más fácilmente asequible a la deslegitimación interesada.
Ahora se denuncia -con razón- la recuperación de un condenado por cohecho para funciones de gobierno en Canarias; pero ¿qué piensan quienes lo hacen de la asignación en su día de un escaño parlamentario a un procesado por delito gravísimo, como forma de reaccionar frente a una actuación judicial legal y legítima? No hace mucho, se ha reprochado -también con razón- la demonización intolerable de algunos jueces y decisiones incómodas; ¿pero los autores del reproche lo mantendrían en el caso de reiterarse la cesión de un tiempo del telediario de mayor audiencia, en la televisión pública, a un imputado para la descalificación del juez instructor y del proceso como la que efectivamente se produjo una vez? También se ha subrayado como inaceptable la conminación a algún juez o tribunal a decidir de determinada manera, so pena de entrar en conflicto con la opinión mayoritaria. Pero ¿hay alguna parte política que no lo haga cuando le conviene? ¿Y alguna en disposición sincera de renunciar a esa táctica intolerable? Juzgue el lector.
No pretendo recrearme en la exhumación de estas miserias. De ser así, no me detendría en tan escasos ejemplos, cuando existe material de todas las autorías posibles para llenar más de un libro. El propósito es poner de manifiesto que se ha hecho difícil lo de "tirar la primera piedra". Y que pudiendo haber diferencias de proyecto y de planteamientos, a esa expresiva hora de la verdad que es hacer frente con eficacia a formas graves de corrupción de la vida política, los comportamientos evasivos se reproducen generosamente a derecha e izquierda sin que importe el efecto en costes y desgastes institucionales diversos. Siempre sobreañadido al ya alto precio representado por cada explosión de patología antidemocrática y antijurídica, cuyas consecuencias son necesariamente acumulativas.
Cuando es tan clara la fuerte consistencia y arraigo de los intereses de diversa índole que subyacen al lamentable estado de cosas, no hay grandes motivos para pensar en que reflexiones como ésta puedan servir de mucho. Pero, con todo, vale la pena reiterar que en los antecedentes de lo que (nos) pasa hay mucho de consensual renuncia a poner y mantener en actividad los mecanismos de garantía que tanto en el terreno estricto de la política como en el político-administrativo están ya previstos; y otros que cabría diseñar. Y tampoco será inútil señalar que la única política para la que cabe reclamar autonomía es aquella que discurre dentro de la legalidad.
El Estado constitucional de derecho surgió de la dramática crisis de la democracia representativa y del orden jurídico que fue la experiencia de los fascismos. Y su esencia está en la sabia combinación necesaria de esos dos momentos imprescindibles, dando a cada uno su papel y su espacio, como la única forma de asegurar el disfrute de (todos) los derechos fundamentales. No creo que con lo que sabemos de la propensión a la huida del derecho que caracteriza a las diversas formas de poder (incluido el judicial) sea razonablemente defendible la atenuación de los dispositivos jurídicos de garantía. Y, sin embargo, precisamente ahora, ahí está, ya en marcha, una reforma estatutaria del Ministerio Fiscal, dirigida a recortar más su tenue independencia. Donde independencia es capacidad de sujeción real a la legalidad frente a las sugestiones non sanctas de la política. Mientras se reafirma una acusada propensión a reducir las garantías procesales, aunque no para toda clase de imputados. Cierto que las medidas han suscitado alguna discrepancia. Pero, mirando hacia atrás, ¿alguien cree, al día de hoy, que un cambio de mayoría operaría, en ambos terrenos, en sentido contrario?
La situación en curso es particularmente delicada y difícil. Por la clase de desafíos externos a los que el Estado debe hacer frente, pero, sobre todo, por su patente crisis de legitimación, y asimismo por la de funcionalidad que ésta induce. Desde luego, es claro que la solución no puede venir del lado de esta política, si es que no se reinserta democráticamente en la polis; como también lo es que no hay solución judicial para tantas desviaciones, por más que sea imprescindible una respuesta de esta índole, al menos para las de mayor gravedad. (Sin que decir esto suponga olvidar lo mucho que de problemático hay actualmente en el territorio de los jueces, a lo que tampoco son ajenas las causas políticas).
Si fuera posible sustraerse a la prevención que produce el sintagma, debida a la reiteración de los usos perversos de que ha sido objeto, habría que pedir un "pacto de Estado" para salir de tan preocupante situación. Pero da miedo pensar en lo que podía ser la base de un acuerdo inspirado por actitudes de partido como algunas de las conocidas; que sugieren falta de decisión o incluso verdadera incapacidad actual para mirar por encima de los aludidos intereses corporativos más inmediatos. En cualquier caso, diré que el pacto que se necesita debería tener algo de neoconstituyente en un solo sentido: el de tomar la Constitución realmente "en serio". Tanto del lado del derecho como del genuinamente democrático de la política.
Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.
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