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Columna
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Brel

Miquel Alberola

Entre los objetos que componen la réplica del salón de la casa que Jacques Brel habitó en el barrio parisino de Montmartre (expuesto con motivo del 25 aniversario de su muerte en la sede de la fundación que lleva su nombre en Bruselas) sobresale una edición francesa muy usada de Don Quijote. En medio de un paquete de Gauloises abierto, un encendedor de gas apaisado y una botella de JB, la obra de Miguel de Cervantes irradia entidad, incluso se proclama como algo tan estructural en el universo interior de este temperamental y a la vez tierno cantante belga como lo fue el tabaco y la bebida. Más allá del entusiasmo y la convicción vertida en su adaptación teatral y musical L'Homme de la Mancha, Brel fue en muchos aspectos un insigne hidalgo transfigurado por sus sueños, como Alonso Quijano. En la deconstrucción de sí mismo que ofrece su familia a través de las diversas salas de este edificio de la plaza de la Vielle Halle aux Blés esta similitud resulta transparente. Ante la atascada perspectiva que le ofrecía la fabricación de cartón ondulado en la empresa de su padre tuvo que optar entre criar pollos o cantar. Es evidente que la opción más radical y delirante lo eligió a él. El resto consistió en trazar una bisectriz psíquica entre sus sentimientos enfrentados (la mirada del pastor y el corazón del cordero) y recorrerla con la máxima rebeldía posible. Brel sacudió la edulcorada sociedad cursi de las chocolaterías de la Grand Place con la áspera trastienda de feromonas descompuestas de los escaparates sexuales de la calle Aarschot, y luego destiló todas sus contradicciones e impulsos por el vehemente alambique de su potente garganta. Pero también consumió su tiempo combatiendo contra gigantes muy poderosos disfrazados de molinos de viento. Incluso al final fue vencido por el caballero de la Blanca Luna, que le lanceó el pulmón en la playa de Barcino. Entonces salió herido de muerte desde el puerto de Amberes a bordo del velero Askoy II para surcar los mares hasta fondear en la bahía de Atuona, en la isla de Hiva Oa, en el archipiélago de las Marquesas, donde quemó su nave y eligió su tumba a pocos metros de la quijada de Gauguin.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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