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Tribuna:LA MÁQUINA HUMANA | TOUR 2003
Tribuna
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1910-1926: llega la alta montaña

Esta tumultuosa época estuvo marcada por la primera guerra mundial, que provocó un paréntesis de cuatro años, entre 1915 y 1918, sin Tour de Francia. Si acaso la carrera era poco dura hasta entonces, la duración de cada edición del Tour se extiende a dos semanas: en promedio, nada menos que 15 etapas de 14 horas de duración para el vencedor. O lo que es lo mismo, 210 horas sobre el sillín en el mejor de los casos. Y una eternidad, 264 horas, para el farolillo rojo pues por aquel entonces no se descalificaba a los ciclistas que llegaban a la meta con varias horas de retraso con relación al vencedor de la etapa.

Esta época es aún más heroica que la anterior. Muchas cosas no han cambiado desde la primera década de la carrera. Los ciclistas siguen pedaleando con los tubulares de repuesto anudados al torso y deben reparar ellos mismos sus propias averías. En la edición de 1913, un coche derriba a Eugène Cristophe y rompe su horquilla. Cristophe tiene que recorrer 14 kilómetros a pie hasta encontrar milagrosamente una forja donde soldar él solo la horquilla rota. Consigue soldarla tras cuatro horas de trabajo, durante las cuales los comisarios del Tour no le quitan el ojo de encima.

Los planes sádicos de Armstrong

Eran dos autobuses separados por una decena de metros y eran dos mundos a miles de kilómetros de distancia. El día de la contrarreloj por equipos es el día que más se sufre, que más gente sufre, el día que se sufre en equipo. Sufre el mecánico por si no ha hecho perfectamente su trabajo y las bicis empiezan a descuajeringarse en cadena a mitad de la carrera, sin posibilidad de reparación; sufre el fabricante por si su riesgo, su idea, su diseño de material para ganar unos gramos o un poco más de belleza, termina en catástrofe; sufren los directores, los responsables, por si su táctica, su decisión estratégica que tanto esfuerzo debe regular se resuelve en caos e inquinas; sufren los ciclistas, que más que ningún día son responsables ante sí mismos y ante sus compañeros. Pero si ese día todo termina bien, se cumplen los objetivos, se alcanzan los sueños, la celebración, la felicidad conjunta, multiplica por mil la de la victoria individual. Tanto sufres tanto gozas. Por eso Armstrong es un sádico.

En el autobús de la izquierda -mirando hacia la calle de la meta-, el del iBanesto.com, la fiesta comenzó nada más terminar la contrarreloj. Arrastrados por tres potentes locomotoras rusas -fabricadas con los moldes de la escuela soviética: los tres son los tres primeros de la clasificación de jóvenes-, los vagones del equipo de José Miguel Echávarri, que no fueron a remolque ni frenando, sino colaborando, habían firmado la mejor prestación desde los tiempos de Indurain. Cuando llegaron los corredores -sudorosos y asfixiados, pero dicharacheros- al autobús, llegaban con el orgullo de ser el mejor equipo hasta el momento. Charlaban y comentaban la jugada. Mancebo, el líder, alucinaba con Karpets, el callado gigante ruso, con su fuerza descomunal, con sus relevos monumentales. "Seguirle era duro pero posible", decía el ciclista de Navaluenga. "Pero pasarle era casi imposible. Me subían más las pulsaciones incluso cuando iba a rueda que cuando tiraba". Hablaban de tiempos, de sueños. De que a la salida se conformaban con perder minuto y medio con el mejor -y hasta eso era un logro- y de que iban a llegar a la montaña más cerca que nunca -a 1.29m Mancebo- del ogro Armstrong. También se aplaudía a Mercado, el escalador granadino que, víctima de un empacho, se había quedado descolgado la víspera. Empezó Mercado sin dar relevos, a rueda, por precaución, pero en el kilómetro 10 ya reclamó su derecho a contribuir al esfuerzo común. Hasta el 20 no le dejaron. "Y yo estaba nervioso porque pensaba que les podía hacer la pascua a los compañeros", decía. Pero nadie se amargó, nadie les enfrió la alegría, pese a que tres equipos les adelantaran al final.

En el autobús de la derecha, el del ONCE-Eroski, todo era silencio y puertas cerradas. Cuando cruzaron la meta, lo hicieron mejorando por 35 segundos el tiempo del iBanesto.com y pensando -con fundamento, como su cocinero favorito- que la victoria les esperaba -un año más: sería la tercera vez en los últimos cuatro años- al cabo de la tarde. Sus maillots amarillos brillaban, sus bicis negras y oro, perfectas, repulidas, refulgían. Sus caras eran un misterio. Habló su líder, líder de la carrera in péctore, Joseba Beloki. Habló cauto, con estudiada prudencia, escondiendo sus emociones: "Si no llega hoy el amarillo ya vendrá en la montaña". Llegó otra cosa.

Con una precisión que asusta, con una crueldad fría, con una puntualidad sádica, Lance Armstrong, llegado el momento, exactamente en el kilómetro 49 de la contrarreloj por equipos entre Joinville y Saint Dizier, en las suaves colinas de Champagne, aclaró las dudas a los escépticos y dio satisfacción a los armstrólogos. El primer golpe del americano en el Tour del Centenario pilló a Manolo Saiz a punto de tocar el caramelo con la punta de la lengua. En el kilómetro 18, su equipo le sacaba al US Postal seis segundos, y los mismos seis seguían en el kilómetro 44,5. Llegaba entonces el territorio más difícil, el del viento de cara, cuando empiezan a pagarse los errores de medida. "Queríamos arriesgar desde el principio, pero sabíamos que esta contrarreloj se ganaba en los últimos kilómetros, cuando el US Postal nos ha demostrado que es un equipo más compacto", dijo Beloki. Fue entonces cuando Bruyneel, el director del americano, tocó el silbato, cuando los fuertes cruzaron una mirada, se hicieron una seña, y dieron comienzo al show. "Fue entonces cuando el boss empezó a dar relevos de un minuto", dijo Rubiera, el amigo asturiano de Armstrong. Fue cuando entraron a tope los grandes remolcadores, Hincapie, Landis, Ekimov, Peña. En los últimos 25 kilómetros aventajaron en 36 segundos a los de Saiz. También empequeñecieron al resto en su camino hacia su primer triunfo en una contrarreloj para equipos. Sin dudarlo, le dieron un manotazo -puro sadismo- al caramelo de Saiz, que sólo pudo decir, con su cara más triste -"se vive con tristeza la derrota cuando tienes cerca la victoria, porque te la empiezas a creer"-: "Por lo menos le hemos sacado 13 segundos a Ullrich".

El Tour atraviesa por primera vez los Pirineos (Tourmalet y Aubisque) en 1910 y los Alpes en 1911
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Pero el hecho que marcará para siempre la historia y la leyenda de la carrera es la aparición de las etapas de alta montaña: el Tour atraviesa por primera vez los Pirineos (en 1910 se ascienden los míticos Tourmalet y Aubisque) y los Alpes (1911).

Algunos puertos de montaña se asfaltan expresamente para la ocasión, pero en muchos otros los ciclistas deben penar por inhóspitas pistas de tierra y piedra, apenas transitadas por el hombre. ¡De hecho algunos ciclistas tienen miedo de ser atacados por osos en plena ascensión!

Para colmo, los desarrollos utilizados por los corredores no son los más apropiados. Para ascender el Tourmalet, Lucien Petit-Breton utiliza un desarrollo que permite un avance de unos 4,5 metros por pedalada. Demasiado duro para esos puertos, y más si no estaban asfaltados. Así, las imágenes de la época muestran ciclistas dejándose el alma en cada pedalada, subiendo los puertos a base de chepazos. En cambio, en sus grandes exhibiciones, como en la subida a Alpe d'Huez en el 2001, Lance Armstrong parece bailar sobre sus pedales, que mueve a toda velocidad con un desarrollo mucho más ligero (39=23), con el que apenas consigue un avance de 3,6 metros por cada pedalada. Así, no es de extrañar que sólo algunos corredores de la época, como Gustave Garrigou, fueran capaces de ascender el Tourmalet sin tener que bajarse de la bicicleta.

Tan duro es el Tour por aquellos tiempos que en promedio, sólo 30 de los 122 valientes que toman la salida consiguen ver la Torre Eiffel. Entre ellos, un catalán, Jaime Janer, y un leonés, Victorino Otero, los primeros españoles que consiguen terminar un Tour, en 1924. Y eso, a pesar de correr como touristes-routiers independientes, y de no recibir el trato de favor, rozando la trampa, que la organización concedía a los profesionales, que ya corrían en equipos comerciales y que después de las etapas dormían en hoteles de primera y disponían de mecánico, masajista, y hasta médico.

A los ciclistas se les empieza a conocer como les forçats de la route (los esforzados de la ruta). Sobre todo, a los que consiguen llegar a París en Julio de 1926, después de recorrer nada menos que 5.745 kilómetros. Que por algo al Tour de aquel año se le conoce como le Tour de la souffrançe (el Tour del sufrimiento).

Mientras el Tour comienza a forjar su leyenda y los ciclistas se dejan el alma en sus montañas, científicos de todo el mundo empiezan a descubrir cómo funciona el cuerpo humano en pleno ejercicio. En 1910, los daneses August Krogh y su esposa María descifran cómo, a través de un proceso llamado difusión, el oxígeno pasa del aire que hay en nuestros pulmones, a la sangre que circula por los mismos.

Además, August Krogh recibe el Premio Nobel en Medicina y Fisiología en 1920, por sus descubrimientos sobre la circulación de la sangre en los músculos. Dos años más tarde recibe el mismo galardón uno de los padres de la Fisiología del ejercicio, el británico Sir Archibald V. Hill. A él debemos muchos de los conceptos y variables que hoy en día se utilizan rutinariamente para evaluar la condición física de los deportistas de alto nivel: por ejemplo, el consumo máximo de oxígeno, o la deuda y el déficit de oxígeno.

Alejandro Lucía es profesor de la Universidad Europea de Madrid.

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