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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un destino en el aire

Jacinto Antón

Durante unos días he compartido mi vida con un vencejo (Apus apus), un falciot o magall, esa rápida avecilla de alas de guadaña que surca como un negro relámpago emplumado los cielos estivales ebrio de libertad y plancton aéreo. Incluso me ha acompañado al trabajo y al teatro. Volar no volaba. Al principio pensé que había cogido miedo, como nos ha pasado a tantos otros. Nos conocimos en una situación tensa. El pájaro -al que bauticé Rudenko, por el as de caza ruso, aunque las niñas prefirieron llamarlo Gigi- estaba tendido sobre el asfalto con las alas estiradas luchando desesperadamente por evitar los coches que subían por Gran de Gràcia. Al verlo detuve inmediatamente la moto y me abalancé para rescatarlo, lo que me granjeó un aplauso espontáneo de los transeúntes, más aún porque a fin de tranquilizar al bicho me había quitado la camisa para envolverlo en ella. El consejo lo había obtenido de un libro sensacional que, lo que son las cosas, estaba leyendo precisamente entonces, Recueillir et soigner les petits animaux sauvages, de Gerard Grolleau (Delachaux et Niestlé, 2003), en el que el autor, un naturalista con amplia experiencia, explica qué hacer ante un animal silvestre extraviado o herido. El libro incluye 150 especies, en su mayor parte de aves, y recomienda no devolver los pollos de mirlo al nido y tener los bebés de golondrina a 18 grados alimentándolos con papilla de insectos cada 15 minutos.

También los pájaros han de aprender a volar. Era el caso de aquel vencejo tendido en medio de una calle en Barcelona

Siempre me han interesado los animales que han sufrido algún percance. Suelo detenerme -a veces con gran peligro- ante cualquier cuerpo, peludo, escamoso o plumífero, que veo tendido. Si esta vivo, trato de echarle una mano, y si está muerto, realizo mediciones y un dibujo y luego procuro obtener algún amuleto. Así he conseguido cosas dignas de las brujas de Macbeth que enriquecen mi colección de ciencias naturales. Las carreteras de montaña me ofrecen ejemplares únicos y la ocasión de arrastrar el espécimen discretamente hasta algún paraje donde poder dejarlo a resguardo para un análisis más pormenorizado. De hecho en estos momentos tengo varios cuerpos ocultos con ramas en distintos puntos del Montseny esperando a que se consume el proceso de putrefacción para conseguir cráneos y esqueletos de diferentes especies. A alguien le parecerá todo esto morboso, pero yo me remito a la Biblia: "Grandes son las obras de Yahvé, dignas de investigarse para los que en ellas se deleitan" (Salmos, 111, 2). Cuando reflexiono sobre estas actividades me doy cuenta de que la curiosidad está en el origen y sólo después llegó el impulso altruista. En realidad todo el proceso se desencadenó con la muerte de un gato que tenía de niño. Cuando el felino enfermo murió -yo había tratado de que me dejaran rematarlo con el rifle de balines, sin suerte-, lo llevé a un rincón del jardín y allí le di sepultura sólo para irlo desenterrando luego clandestinamente cada cierto tiempo a fin de observar los cambios. En otra ocasión enterré una culebra en una caja de galletas Birba y frecuenté su humilde sarcófago metálico -en el que permanecía incorrupta- como un avezado retoño de la familia Usher.

Un vago remordimiento por todo eso y la idea de que el aprendizaje curativo me puede servir algún día para sanarme a mí mismo -Dios no lo quiera- me condujo a tratar de recuperar animales heridos. En esta faceta he logrado algunos resultados dignos de mención, sobre todo teniendo en cuenta mi absoluta falta de conocimientos veterinarios. Tengo en mi haber la salvación de, entre otros, un lución mordido por un perro, una ardilla maltrecha y un erizo infestado. Y soy la única persona que conozco que ha practicado una cesárea a una salamandra. Sucedió en un sendero de Viladrau. Encontré al anfibio con la cabeza aplastada y al cogerlo observé que estaba extrañamente abultado. Obedeciendo a un ciego impulso practiqué una incisión en el vientre negro con mi navaja suiza y al momento aparecieron media docena de larvas de salamandra agitándose. Corrí a dejarlas en un arroyo cercano (en esa fase son acuáticas) y las vi alejarse nadando mientras me brotaban lágrimas de comadrona ante la fuerza y el milagro de la vida. De paso me llevé una pata de la madre finada.

Los cuidados que procuré a mi vencejo le hicieron prosperar -inicialmente-, aunque no mostraba el más mínimo indicio de ir a remontar el vuelo, lo que resultaba alarmante en una especie que prácticamente no aterriza nunca (incluso copula en el aire, a lo Emmanuelle) y tiene acreditado el trayecto Tornai (Bélgica)-Londres en cuatro horas. Según David Lack, autor de la obra de referencia sobre los vencejos (Swifts in a tower, 1956), hasta vuela de noche. El otro gran especialista es el suizo Weitnauer, pero a mí me fascina la personalidad de un tercer estudioso de los vencejos, Sandy Wollaston, que acompañó como ornitólogo la expedición al Everest de 1921 -con Mallory-, fue cuñado de Richard Meinertzhagen y, tras años de aventuras en tierras salvajes y después de servir arrojadamente en la Royal Navy en la guerra, murió en el King's College de Cambridge asesinado por un alumno loco.

Consciente de mis responsabilidades, traté de devolver a Rudenko al aire, su mundo. Fuimos a un jardincillo público, lo encaramé repetidas veces a un árbol y luego lo empujé. Planeó mal y se estrelló de morro cada vez contra el suelo. Parecíamos los hermanos Wright en Kittyhawk. Yo lo tranquilizaba recordándole la frase del aviador de caza y vicemariscal del aire Johnnie Johnson: "Los pilotos se hacen, no nacen". El ornitólogo Joan Carles Senar, al que consulté, me explicó que es frecuente en esta época encontrar inmaduros de vencejo fuera del nido y que seguramente ése era el caso de Rudenko. Si se consigue alimentarlos -con carne cruda-, pueden sobrevivir y llegar a despegar con éxito. Ni a mí ni a las niñas nos importaba que el vencejo se quedara el tiempo que hiciera falta; seres más raros han vivido con nosotros. Yo alentaba los progresos de Rudenko impulsándolo como un avión de papel por toda la casa, y lo pasábamos estupendamente.

Pero anteanoche, cuando regresé, el vencejo había entrado en barrena física. Respiraba con dificultad y agitaba trémulamente las pequeñas garras. Lo velé entristecido y me pareció leer en sus ojos grandes una muda súplica. Cuando llegó el final subí al terrado con el cuerpecillo entre las manos. Le abrí las alas rígidas y con todas mis fuerzas lo lancé al cielo de la noche. Lo vi subir y subir, reclamando orgulloso su lugar en el aire, hasta que, apagado el efímero fulgor de su vuelo, lo envolvió, piadosa, la oscuridad.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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