Barenboim dirige una electrizante versión de "El holandés errante"
El director de escena Harry Kupfer plantea la ópera como un sueño del personaje de Senta
La representación del lunes estuvo dedicada a Ángel-Fernando Mayo, el gran gurú wagneriano de nuestro país, fallecido el pasado 14 de junio. Su ideal de El holandés era el dirigido, u oficiado, por el gran Hans Knappertsbuch el 25 de julio de 1955 en Bayreuth. Está en las antípodas del de Barenboim. Tampoco Mayo tenía en excesiva estima el planteamiento onírico de Kupfer, una limitación, según él, de las grandes pasiones románticas del Holandés y Senta. El Teatro Real, en cualquier caso, no tiene por qué entrar en estas valoraciones. Ha tenido un extraordinario detalle humano de reconocimiento, y eso es lo que importa.
Lo que está claro es que las grandes obras, si se hacen por grandes intérpretes, admiten varias lecturas, y éstas pueden ser tan antagónicas como complementarias. Barenboim hizo un Holandés fogoso, juvenil, brillante, con una energía irresistible. Es una ópera romántica, la primera de las de madurez de Wagner, pero tiene también ese aire juvenil de las ilusiones, una fuerte componente autobiográfica en los accidentados viajes por barco de Riga a Londres con Minna Planer para ganarse la vida, y, sobre todo, no está impregnada de ideología, sino de leyendas, vivencias y fuentes literarias.
Barenboim lo comprende así y su versión transmite esa vitalidad inmediata. Sabe ser poético en los remansos líricos e impregna todo de una fuerza natural tan salvaje como las ganas de vivir y descubrir el mundo cuando no se han cumplido 30 años. La orquesta de la Staatskapelle le sigue ensimismada, y el fabuloso coro, tanto masculino como femenino, le arrastra si cabe aún más en su imparable empuje.
Martin Gregor-Dellin fue el primero que insistió en la faceta psicológica de los dos personajes principales de El holandés. Kupfer cogió el guante y plantea la obra ya desde hace años entre el sueño y la realidad, como una pesadilla de Senta, continuamente en escena. Por el diálogo final entre ella y Erik se justifica. La ambientación parte de unas ventanas abiertas y azotadas por el viento a lo Caspar David Friedrich, y está más cerca de Strindberg que de Poe, por citar referencias siempre sacadas a la luz a propósito de El holandés. Hay un carácter espectral asociado a las leyendas nórdicas y hay, por encima de todo, una incertidumbre en el sentido de la realidad y sus pasiones, muy propio, por otra parte, del Romanticismo. La idea es discutible, la realización es impecable.
En el umbral de lo correcto se mueve el reparto vocal. Destaca Susan Anthony, más lírica de lo habitual en este personaje, pero con encanto y temperamento. Brendel es un Holandés un tanto monótono, sin dar en general con el hechizo mítico del personaje. En ningún momento decayó la tensión. Ni desde el vibrante foso, ni desde la intelectual puesta en escena. Al final, el público enloqueció. La presencia de los berlineses ha sido nuevamente un regalo.
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