Un concierto extraño y familiar
Quiero hablarles de un acto social y cultural al que asistí el sábado, pero me fallan las palabras. En el diccionario no encuentro las voces apropiadas para definirlo. Les diré cuáles eran los ingredientes: música, poesía, escenografía, teatralidad. Sonaron Chaikovski, Rimski-Korsakov, Smolenski y otros compositores eslavos. Degustamos la voz de una soprano angelical y admiramos la impecable actuación del grupo vocal Irini (paz), dirigido por Josep Torras. La nave del teatro (aunque no es ésta la palabra conveniente) era impresionante. Bajo una tenue luz, casi en penumbra, entraron los actores (aunque no es ésta la palabra apropiada). Para introducirse en el escenario, los actores aparecieron revestidos de oro fulgente, tocados con brillantes sombreros, cantando sugestivas melodías, atravesando el patio de butacas, caminando entre el público (escenario, actores, público y butacas son voces decididamente incongruentes).
Era una misa pontifical de rito greco-católico convertida en espectáculo del Festival de Músiques Religioses del Mon
La actuación (aunque no era estrictamente una actuación) fue admirable. Lo que allí se representaba tenía un tono a la vez conocido y exótico. Algunos sinónimos me ayudarán a matizar la primera descripción. En lugar de actores, lean celebrantes (obispos, diáconos, acólitos). En lugar de escenario, lean altar. Lean mitra en lugar de sombrero. La representación contenía muchos elementos que forman parte de nuestro acervo y, sin embargo, fascinaba como todo lo distinto y lo raro. Los ingredientes más reconocibles tenían un aire extraño, quizá debido al ondulante tono de los celebrantes. Por su parte, los elementos desconocidos traducían, en el fondo, un aire familiar. Asistimos, pues, a la representación de algo a la vez entrañable y extravagante. Lo más encantador, literalmente encantador, era el ritmo: reiterativo, lento, muy lento. Oriental. Se usó el griego clásico, el eslavo antiguo, el ucranio e incluso el catalán. ¿Cómo definirían ustedes este evento?, ¿concierto religioso?, ¿ópera cristiana?
No, no era eso. El acto contó con otros muchos ingredientes litúrgicos: incienso, rituales, literatura evangélica, salmos bíblicos y símbolos bizantinos como el dikírion y el trikírion (bendiciones con el signo de la cruz que el celebrante realiza moviendo al unísono dos candelabros asimétricos: en una mano el de dos velas, que representa las dos naturalezas de Cristo, humana y divina; en la otra, el de tres velas, símbolo del misterio de la Trinidad). ¿Se trataba de un acto religioso? Era una misa, en efecto. Una solemne misa pontifical de rito greco-católico. Convertida en un espectáculo e integrada en la programación del IV Festival de Músiques Religioses del Món, que tiene lugar en Girona durante esta quincena de julio. Una misa concierto en la catedral de Girona con entrada libre. Una misa que ha compartido cartel, entre otros, con un espectáculo de flauta o bansuri hindú, con una exhibición de arte recitativo coránico, con un concierto de música contemporánea sobre textos poéticos actuales, con la representación de la Dansa de la mort de Verges y con diversos recitales: gospel zulú, cantos sefardíes, tambores japoneses...
Para los creyentes católicos que asistieron fue una misa válida, tal como recordó, antes de que se iniciara el acto, el sabio que actuó de speaker, Sebastià Janeras, director de la prestigiosa colección Clàssics del Cristianisme. Y para los espectadores ateos o indiferentes fue un espectáculo musical y antropológico. Sin embargo, creo que describía a la perfección la ambigüedad de nuestro tiempo. Josep Lloret, director de este festival, ha dado un paso más en la programación de música sacra. En efecto, cuando asistimos, pongamos por caso, a la representación musical del Réquiem de Mozart, todo el mundo sabe que se trata de una música compuesta para un funeral eclesiástico, aunque no le damos importancia a este hecho. La partitura nos parece superior al pretexto religioso. La consideramos pieza artística de gran calado. La saboreamos estrictamente por su belleza. Lo mismo sucede con los retablos y lienzos de los maestros religiosos. Admiramos su composición, su equilibrio o su estilo. A lo sumo, nos complace situarlos en su época histórica y procuramos entender la imbricación que se produce entre arte y mensaje. El mensaje, sin embargo, no nos interesa. Nos subyuga solamente el arte.
Presidió la misa concierto de Girona el obispo ucranio Mykhailo Hrynchyshyn, un anciano venerable y tembloroso. Le acompañó Josep Casanova, sacerdote mitrado catalán que ha ejercido durante décadas en la comunidad ucrania de Alemania. Para ellos, aquella misa tenía un sentido. No ejercían de actores. Asimismo, la gran mayoría de los asistentes se comportaron como creyentes. Eso deduje, al menos, observando la comunión: fue seguida por tal cantidad de personas que al final se agotó. Y es que también compareció allí la realidad social emergente: la emigración. Un nutrido grupo de asistentes ucranios expresó, sin pretenderlo, algo que está en el ambiente, a saber: que la religión emerge en todas partes como vehículo de la memoria, aunque los racionalistas fundamentalistas sigan desdeñándola (modestamente, opino que sería conveniente explorar esta memoria con las armas de la razón ilustrada a fin de entenderla, en lugar de abandonarla, como se acostumbra, en manos de las vísceras sentimentales).
La propuesta de Girona permitió diversas lecturas del hecho religioso. Al parecer, son bastantes los que necesitan todavía la experiencia de lo sagrado. Para otros ya no queda más que la apariencia, el legado estético. Para unos terceros es signo creciente de identidad colectiva. Lo nuevo, lo chocante, es que estas tres experiencias pudieran vivirse simultáneamente. El arte regresaba a su origen religioso, la religión recordaba sus orígenes teatrales y el presente mostraba su rostro más ambiguo.
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