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Reportaje:REPORTAJE

El otro 'corredor de la muerte'

En Japón existen 110 personas condenadas a la pena capital. Sakae Menda tiene 77 años, de los que lleva 32 esperando la ejecución de su sentencia.

Hoy, después de haber sido declarado inocente, habla de la angustia de las madrugadas, el secreto, el aislamiento. Y de la horca. "Uno no se acostumbra nunca a esas mañanas", responde con esa sombra de dejadez de quien sabe que su experiencia es imposible de comunicar. Sakae Menda ha vuelto de un viaje poco corriente: la camaradería diaria con la muerte. Condenado a la pena capital en 1951 por un crimen del que fue absuelto en 1983, pasó esos 32 años en el corredor de la muerte de la cárcel de Fukuoka. Fue el primer condenado a muerte de Japón declarado inocente.

En la actualidad hay 110 condenados a la horca en Japón, de los que 50 han agotado todos los recursos. La mitad de ellos aseguran ser inocentes
"Al miedo no se acostumbra uno nunca. Pero en la cárcel aprendí a aceptarlo. Cuando se supera el odio, se encuentra la calma, pero hace falta tiempo"

En la actualidad es un anciano de rostro esculpido y cabellos grises y espesos, de estructura sólida a pesar de sus 77 años, elocuente e irónico, que sólo sale de su pueblo de la isla de Kyushu para dar conferencias.

Angustia

Durante 12.410 días, Sakae Menda sufrió la misma angustia cada mañana, atento a los pasos de los guardias en el pasillo. "Si eran numerosos, es que iba a haber una ejecución. Pero nunca se sabía cuál de nosotros era el designado", cuenta. "El peor rato era entre las 8.00 y las 8.30. Pasaba un guardia para cerrar una a una las mirillas de las celdas de un golpe seco. Si tenía el uniforme limpio, sabíamos que era de día. Luego oíamos el ruido de las botas por el pasillo. Los pasos se detenían. Había unos 20, cada uno parado delante de una celda. Esperábamos el ruido de la llave con los ojos fijos en la puerta, sin respirar y con escalofríos en la espalda. La puerta era lo único que nos separaba de la muerte. Hasta que se abría una celda vecina y se oía la frase fatídica: 'Ha llegado la hora".

"Es raro que el condenado proteste o llore. Con el corazón aún encogido de angustia, me acercaba a la puerta y entreabría la mirilla. Mi ángulo sólo me permitía ver pasar un rostro conocido, con la cabeza alta o, al contrario, mirando hacia el suelo. Los pasos se alejaban y volvía a caer el silencio. Poco a poco se calmaba el miedo. Tenía 24 horas más por delante. Al día siguiente, cuando me despertase al amanecer, reanudaría mi transcripción de libros al abecedario Braille, para concentrar mi atención hasta la hora fatídica. Durante mi encarcelamiento vi partir así a 70 compañeros".

Acusado de tres asesinatos, el joven campesino había acabado por confesar, bajo los golpes de los policías, un crimen que no había cometido. El falso testimonio de la encargada del burdel en el que estaba en el momento del asesinato, y a la que había presionado la policía, completó la acusación.

Fue condenado en diciembre de 1951, y tenía que ser ejecutado en un plazo de seis meses. En 1983 fue declarado inocente, pero no recibió ninguna disculpa de un Estado que le condenó injustamente a vivir "una muerte prolongada": "El policía que me detuvo se conformó con decir que había hecho su trabajo, y el fiscal, que era 'demasiado tarde para criticar lo que se hizo'. El juez fue el único que me dijo: 'Respeto sus fatigas". Después de él ha habido otros cuatro condenados a muerte a los que se ha declarado inocentes. El último caso ocurrió en 1989.

¿Hay rencor? "Al miedo no se acostumbra uno nunca. Pero en la cárcel aprendí a aceptarlo. Cuando se supera el odio, se encuentra la calma, pero hace falta tiempo para eso", explica. "La primera vez que vi llevarse a un condenado para ejecutarlo, enloquecí de rabia. Tenía muchísimo miedo. Arrojé de un lado a otro todo lo que tenía en la celda e insulté a los guardias. Me castigaron: las manos esposadas a la espalda durante dos meses. Sin derecho a lavarme y obligado a vivir como un perro, comiendo directamente de la escudilla. ¡Después comprendí que había ganado dos meses durante los que no podían ejecutarme!".

Japón y EE UU son los únicos países del G8 que conservan la pena capital. En la actualidad hay 110 condenados a la horca, de los que alrededor de 50 (entre ellos, cuatro mujeres) han agotado todos los recursos. La mitad de ellos aseguran ser inocentes. Desde la guerra, Japón ha realizado 625 ejecuciones, la mayor parte en los años inmediatamente posteriores a la derrota. Entre 1989 y 1993 no hubo ninguna. Posteriormente se reanudaron, con un ritmo medio de tres o cuatro anuales. Las dos últimas se llevaron a cabo en septiembre de 2002. Desde 1993 han muerto ahorcados 43 presos. El escaso número de ejecuciones (en EE UU, sólo en 2001 hubo 85) ha permitido a Japón permanecer relativamente a la sombra.

Secreto de ejecución

Sin embargo, el secreto que rodea las ejecuciones, hasta el punto de que a las familias no se les informa más que con posterioridad; la ignorancia en la que se mantiene a los presos sobre su propia suerte -hay aproximadamente 20 que llevan ya dos decenios en el corredor de la muerte (el más anciano, Tsuneki Tomiyama, cuyo recurso se rechazó en 1986, tiene 86 años)-, y la arbitrariedad del Ministerio de Justicia a la hora de decidir a quién se va a ejecutar en un día determinado, han suscitado la indignación de las organizaciones de defensa de los derechos humanos.

La situación de los condenados a muerte en Japón, despojados de todo, privados de la compañía de otras personas y sometidos a la censura de su correspondencia, constituye una "tortura espantosa", declara en un reciente informe la Liga Internacional de Derechos Humanos. "No sé qué es peor: saberlo de antemano o no", dice Sakae Menda.

Otro condenado, Masao Akabori, declarado inocente en 1989, después de 35 años en el corredor de la muerte, cuenta que, una mañana, los guardias entraron en su celda y se disponían a llevárselo cuando irrumpió un superior: "¡Es un error! ¡Es un error!". Se retiraron con un mero "lo sentimos", añade.

El Ministerio de Justicia, una vez que la condena de un preso está confirmada, rodea al condenado del máximo secreto. Sólo puede ver a su familia y a los religiosos autorizados a visitarle. Un aislamiento que, según las autoridades, debe permitirle alcanzar la "paz interior", que es el criterio por el que el ministerio decide ejecutar a un condenado y no a otro. Según un guardia, prepara al condenado a "morir como es debido".

Sakae Menda sonríe. "¿La paz interior? Entre los condenados a muerte no existe una jerga especial, pero en los paseos se saludan con una frase especial: 'Yama iika?' ('¿Qué tal tu montaña?'), porque tenemos altibajos constantes". El condenado tiene que aprender a vivir "en la cuerda floja entre la nada y la locura", y muchos se hunden en la locura.

"Después de la condena, los lazos familiares se aflojan. Las mujeres se divorcian. Los padres se alejan para evitar el ostracismo social", dice Sakae Menda. "Yo tuve la suerte de conocer a un sacerdote canadiense, capellán de prisiones. Fue él quien me dijo que podía presentar recursos".

Abandonados por los abogados y las familias, mueren ahorcados. Es el caso de Iwao Hakamada, ex boxeador profesional, acusado de asesinato y condenado en 1968. Ya no confía en nadie y, desde 1997, no quiere ver ni siquiera a su hermana. Es un ser destrozado, encogido sobre sí mismo, dejado a su suerte en una total indiferencia.

© Le Monde Traducción de M. L. Fernández Tapia

Sakae Menda habla con la prensa en Estrasburgo durante un congreso sobre la pena de muerte celebrado en junio de 2001.
Sakae Menda habla con la prensa en Estrasburgo durante un congreso sobre la pena de muerte celebrado en junio de 2001.AFP

Por un vaso de sake

LA SITUACIÓN DE LOS CONDENADOS a muerte ha cambiado desde la época en la que estaba Sakae Menda: de forma sutil, con los traslados de celda que se realizan cada tres meses, van acercando a la puerta del corredor al que va a ser ejecutado.

"Los condenados a muerte no tienen ninguna ocasión de comunicarse con los demás: están solos tanto en el baño como en el rato de ejercicio", prosigue Yoshihiro Yasuda. "Tienen prohibido dar vueltas y echarse. Deben permanecer en posición reglamentaria, sentados con las piernas cruzadas, sin apoyarse contra el muro. El día que hay una ejecución, se oyen ruidos poco habituales en el pasillo y, al día siguiente, los periódicos están censurados. Entonces comprenden lo que ha pasado".

De las 50 cárceles de Japón, siete tienen una cámara. Consiste en un altillo al que se accede por una escalerilla de 13 peldaños, cuenta un antiguo guardia de la cárcel de Hiroshima, Toshio Sakamoto. El altillo está separado en dos partes por una cortina. En la primera parte hay un altar con un buda. Al otro lado de la cortina está la cuerda. No hay verdugo: cinco guardias escogidos por su superior son los encargados.

El condenado recita un sutra con un monje, le vendan los ojos y le atan de pies y manos. Luego le colocan la cuerda alrededor del cuello.

La trampa que va a precipitarle tres metros más abajo funciona mediante cinco botones que aprietan los guardias al mismo tiempo. Uno de los botones está neutralizado, para que cada uno pueda pensar que él no le ha causado la muerte. Después tienen derecho a un vaso de sake.

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