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Columna
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Un nuevo teatro

Parece milagro. Madrid cuenta con un nuevo teatro, renacido coliseo de entre las cenizas del que fue cine Pléyel, y antes otros lugares de esparcimiento, sito en una de las calles más venerables de esta ciudad: la calle Mayor, de la que toma nombre este reciente lugar de esparcimiento. Algo que está pasando con cierta pena y poca gloria. ¿Recobrará vigor el arte dramático, tan decaído? El problema viene de muy atrás. En una meritoria colección editada en los años cincuenta del pasado siglo, un notable polígrafo -ahora la especie parece extinguida- que se llamó Federico Carlos Sainz de Robles lamentaba la situación del teatro, cuyo estado califica de comatoso. Lo atribuye, entre otras cosas, a la imitación del teatro extranjero, las traducciones, versiones y adaptaciones de autores foráneos y el saqueo de los clásicos españoles y de países próximos. Parece que fue ayer. Como hoy se lamenta la gente del cine y se pervierten los programas de la pequeña pantalla. Y eso que en aquella época, a la que especialmente quiero referirme, se estrenaban anualmente centenares de obras en toda España.

En la década de los cincuenta había en Madrid cerca de 30 teatros convencionales, de los cuales sólo dos eran oficiales -el Español y el María Guerrero-, y los demás navegaban por las inciertas aguas del riesgo personal de los empresarios. Esto, sin contar docena y media de lugares alimentados por el entusiasmo y el sacrificio de los aficionados, teatros de Cámara y Ensayo, de Bolsillo, el Círculo Catalán, el experimental "Dionisio", el del Ateneo, "La Carbonera", "Dido, Pequeño Teatro" y los que no me llegan a la memoria. En la nómina del recuerdo figuran los desaparecidos: Cómico, Goya, Recoletos, Infanta Beatriz, Fontalba, y aún alcanzo a recordar Apolo y Novedades... Sobreviven la Comedia, Albéniz, Reina Victoria y cuantos resisten en la cartelera de espectáculos.

Madrid fue siempre muy teatralera. Un estreno se consideraba acontecimiento social de primera magnitud. Estar en "el corte" para la primera función significaba pertenecer a la pomada, al mundo de los privilegiados. Los críticos de los periódicos alzaban y destruían reputaciones literarias, o al menos eso creían algunos. Los representantes oficiales de la prensa solían ver la función cuando se celebraba el último ensayo "con todo", es decir, trajeados tal como convenía. Los actores y actrices tardaban a veces toda una vida en llegar al triunfo, en rara ocasión a la media fortuna. Fueron seres fantásticos, correosos, supervivientes en un mundo donde el alimento básico solía ser el mal café con leche tomado en los garitos que permanecían abiertos después de la función de noche. Giras extenuantes, largos periodos en paro, dos y tres representaciones diarias, mundo de envidias, zancadillas, traiciones y también heroísmo profesional. Un género de vida insalubre, camerinos húmedos, sórdidos, pensiones de mala muerte durante las tournees, menosprecio de las capas altas de la sociedad, frecuentación de las casas de empeños. Pues bien, esa horrible e insana existencia hacía que los individuos más longevos del país fueran los cómicos. Los autores se mataban a trabajar y pocos llegaron a poseer dinero perdurable. En esa década a la que me refiero, y en la valiosa colección que publicó la editorial Aguilar, se escogían las seis comedias o dramas de mayor relieve cada año, bien por su calidad intrínseca o por el éxito demorado en el cartel. Una decena escasa de autores se repartieron el pastel. No sorprenderá a los expertos y conocedores, pero quizás a nuestros contemporáneos. Entre la temporada 1949-50 y la de 1958-59 destacan tres nombres: Víctor Ruiz Iriarte, que aparece en siete de los diez volúmenes; Antonio Buero Vallejo, seleccionado en ocho, y Joaquín Calvo Sotelo, con el mismo tratamiento. Buero, que alcanzó el pináculo del éxito y los honores, fue uno de los triunfantes en la etapa franquista, estrenado, premiado y aplaudido a lo largo de su dilatada existencia. El que empata con él ha sido, precisamente, escogido para el renacimiento del nuevo teatro que ha estrenado Madrid, con una obra inédita. Asombroso que personas que cosecharon máximos laureles dejaran -como parece el caso- obras que nunca llegaron a instalarse entre bastidores. En el pelotón de cabeza figuraban López Rubio, Mihura y un naciente Alfonso Paso.

Tal vez en tiempos de Esquilo se hablara de la decadencia del teatro. Hace medio siglo parecía que se venía abajo definitivamente. Que alguien tenga el coraje de levantar el telón, con el calor que hace, merece parabienes y admiración.

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