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CRISIS EN LA COMUNIDAD DE MADRID
Columna
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Vamos a peor

A la altura de julio de 1977, celebradas las primeras elecciones democráticas, ¿pudo alguien imaginar que un día presenciaríamos el espectáculo cotidiano que se nos ofrece tras las elecciones en la Comunidad de Madrid?

Ya no se trata de que nos sintamos inmersos en el mundo despiadado de la novela negra; más bien estamos en una película de ciencia-ficción. Hemos llegado a una situación en que parece reproducirse el caso de esas naves espaciales en que el ordenador se hace con el mando o extraños animales se reproducen desaforadamente para devorar a la tripulación. Esta sensación dramática se produce porque las noticias diarias han tenido un efecto devastador en la opinión pública y resquebrajado instituciones como la Fiscalía, desde su misma cúspide, pero, sobre todo, porque cada vez se hace más patente que la culpa es compartida.

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Se alabó en su momento como decisión apropiada del PSOE la expulsión de los tránsfugas y se ha afirmado luego que la dirección de este partido no podía prever una traición. Pero cualquiera sabe que el interior de un partido no es, precisamente, una guardería infantil. La dirección del principal partido de la oposición no sólo ha dado la sensación de que tenía indeseables en sus filas, sino que además carecía de una mano firme al timón. Antes se decía que quien se moviera no salía en la foto; ahora, la foto no sale porque no parece saberse utilizar el aparato. La táctica dilatoria es comprensible, incluso aceptable, pero no tiene otro efecto que revelar la magnitud de lo que el PSOE, hoy semejante a un boxeador agarrado al púgil contrario, debe hacer en regeneración interna y en superación de bisoñez.

El PP ha actuado en esta cuestión con una evidente profesionalidad en el ejercicio de la política exterminadora del adversario. Lo tiene con la soga al cuello, pero la acumulación de evidencias ha convertido en patente, si no la conspiración, por lo menos la transversalidad en la corrupción. A estas alturas, negar esta última equivale a revolverse contra la ley de la gravedad o contra la evolución de las especies. Quizá el PP tenga que pagar un día cara esa ciega negación de la realidad o esa creencia beata e interesada en la acumulación de casualidades.

Harían bien ambos partidos en recordar tiempos pasados porque definitivamente da la sensación de que vamos a peor. Los grandes escándalos políticos se abrieron en España en 1989 y los desveló la prensa. Ahora, en cambio, ha sido el propio desenfrenado exhibicionismo de los tránsfugas quien ha proporcionado la instantánea inicial; lo que han descubierto los medios ha sido luego esa suma de coincidencias que debiera enrojecer a los simpatizantes del Partido Popular.

Pero no sólo vamos a peor en lo que respecta al modo de revelación de la corrupción. Algo parecido cabe decir de los comportamientos de la clase política, a caballo entre la vida pública y la profesional. Lo sucedido revela que dirigentes socialistas, como mínimo, han dedicado mucho más tiempo a Juntas de Compensación que a la actividad parlamentaria. Si el PP decidió, en el caso Naseiro, que había personas que debían abandonar la vida pública por tan sólo lo que habían dicho por teléfono, ¿qué debería hacer hoy con militantes que, como mínimo, prestan ayuda a tránsfugas adversarios?

Ha habido, en fin, en la democracia española muchos momentos difíciles en los que ha sido posible construir un consenso; no hace falta remitirse a los intentos de golpe de Estado o los casos de brutalidad terrorista. En 1979, UCD evitó acogotar a un PSOE en crisis, y en la legislatura de la crispación (1993-1996), medidas regeneradoras se tomaron con el acuerdo de varios partidos. Nada se ansía más hoy que oír la voz de quien proponga un acuerdo común para investigar el pasado y poner los medios para evitar que se repita. Pero para eso hace falta algo infrecuente. Quien va de retirada, Jordi Pujol, recordaba hace tiempo que Kennedy escribió un libro sobre algunos políticos dotados de valentía, incluso de cara a los propios. Bastaría con un poco de coraje para, con consenso, aliviar algo el rubor nacional.

Los diputados socialistas aplauden a Rafael Simancas tras su discurso en la Asamblea de Madrid.
Los diputados socialistas aplauden a Rafael Simancas tras su discurso en la Asamblea de Madrid.GORKA LEJARCEGI

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