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Tribuna
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El fraude de las elecciones: autocrítica y crítica

A pesar de todas las enseñanzas históricas y de todas las precauciones intelectuales para evitar sorpresas sobre la condición humana, sobre nuestra estructura moral desfalleciente, como diría el decano Hauriou, y sobre las limitaciones de nuestro altruismo, hechos como la ruptura de las reglas del juego limpio, que han protagonizado los dos diputados traidores que han abandonado la disciplina y han faltado a su palabra como militantes socialistas, nos han sorprendido primero, indignado después y más tarde nos han sumido en perplejidad a casi todos. Lo cierto es que han conseguido paralizar el proceso democrático, que es el núcleo de la racionalidad laica esencial de los sistemas de libertad bien ordenados.

La sensación de debilidad y de vulnerabilidad que tales hechos han producido entre los ciudadanos, en el año en que conmemoramos el vigésimo quinto aniversario de la Constitución, incide en una de las claves del funcionamiento del sistema político que es la noción de seguridad, y también en los valores de libertad e igualdad que están en la raíz del estatuto de ciudadanía y de la legitimidad de las constituciones. Es un hecho muy grave con consecuencias que deterioran seriamente los principios y las normas de un ordenamiento democrático. Alcanzar tan importantes y destructivos objetivos, con pocos medios, sin ruido de sables, sin ejercicio de la fuerza bruta -como el 23 de febrero de 1981-, aunque con el uso masivo de euros, y conseguir desanimar, desesperar y desilusionar a los votantes, especialmente a los más jóvenes, es un éxito de los organizadores y de los autores de la enorme fechoría, que quizás ni siquiera ellos pudieron concebir. En todo caso, la idea de "claro y presente peligro" en nuestro sistema no ha concitado la solidaridad entre los partidos, ni ha evitado el bombardeo de posiciones fraccionalistas, ni tampoco la poco edificante conclusión de que se ha tratado de obtener ventaja del suceso, con olvido del interés general y del bien común.

Escribo desde un velo de ignorancia sobre esos intereses que impiden ver con lucidez los principios. Quizás por eso evito plantear el tema desde la dialéctica de los buenos y los malos, y también esa odiosa actitud que ha proliferado tanto en estos días, de disimular las propias faltas y de exagerar y agrandar las ajenas. No quiero decir que todos se hayan comportado igual ni que dé lo mismo lo uno que lo otro, pero esa misma convicción me conduce a ser más exigente en la autocrítica que en la crítica a los demás.

Por eso me parece que debemos empezar analizando los comportamientos del Partido Socialista y de sus dirigentes, antes y después de que estupefactos e incrédulos conociésemos la inicua actitud de los traidores diputados electos, y ya, desgraciadamente, diputados con todos los derechos. No sigo con detalle el funcionamiento de la Federación Socialista Madrileña en estos últimos años, pero sí tengo cauces de comunicación e información solventes, y amigos, además de compañeros, que sí actúan y trabajan políticamente en sus agrupaciones. Mi convicción es que la sospecha de que personas de este grupo de "los renovadores por la base" no tenían un comportamiento claro y regular estaba muy extendida entre los sectores más solventes de los militantes madrileños. La sensación de una necesidad de cambio y de limpieza era tan grande antes del último Congreso Regional que me permití reunir en la Universidad a un numeroso grupo de notables, la mayoría retirados como yo, pero con un prestigio y un crédito muy alto entre los compañeros, y además no insertos en las llamadas corrientes internas. La coincidencia de todos fue que la situación de la Federación era poco estable y que se debía animar a personas serias y solventes que conocíamos para que dieran el paso adelante necesario. Algunos lo hicieron y no tuvieron apoyo, sino más bien la desconfianza del aparato regional y estatal.

Después del bochornoso espectáculo que han dado estos dos diputados tránsfugas, no cabe duda de que existe una culpa in vigilando y una culpa in eligendo, y que alguien que fuera responsable debió pagar con su dimisión, porque no se puede de ninguna manera afirmar que estamos ante un suceso inesperado que no se pudiese prever. Sin esa actitud de limpieza de nuestras propias filas, perdemos mucho crédito ante la opinión pública para reclamar a los demás, y damos una mala señal al adversario para que siga el mismo camino. También se puede dudar de nuestra coherencia política y del daño irreparable que puede sufrir. No sé si aún estamos a tiempo de remediarlo, aunque las dudas y titubeos nos van a perjudicar seriamente.

A mi juicio, hay un reproche muy serio al Partido Popular y a sus dirigentes ante esta crisis, que es su incomprensión, su falta de solidaridad ante la petición socialista de que se uniesen y reforzasen la justa reclamación para la devolución de las actas de los diputados tránsfugas. Me parece de una hondura y de una gravedad, casi como un pecado de lesa democracia, que esconde además una seria laguna en los principios con los que los dirigentes de ese partido abordan la comprensión de la democracia. No estamos ante un problema del Partido Socialista, ni todo se agota con la responsabilidad que acabamos de examinar en la selección de las listas de candidatos: tiene una dimensión externa que afecta a todo el sistema, porque lo desvirtúa, lo arruina y traiciona la voluntad popular expresada en las urnas, y eso forma parte de la ética pública del sistema político y jurídico, de las reglas de juego que a todos toca proteger. Es una parte del bien común y del interés general. Es una interferencia externa, probablemente con corrupción económica, que rompe el sagrado equilibrio de la voluntad general inclinándola de manera torticera, de manera no querida por el pueblo soberano. Disminuir la importancia y el valor del hecho y desembarazarse de la responsabilidad olvida la necesidad de la amistad cívica en el juego limpio de la vida democrática, y supone volver a la dialéctica amigo-enemigo y pensar que todo lo que daña al adversario es bueno para nosotros. El Partido Popular contrae una grave responsabilidad y es creador de un agravio que no sólo daña al Partido Socialista, sino a todo el sistema democrático y a su credibilidad.

Unirse a la petición de los socialistas era simplemente rechazar que esas dos personaspudieran arruinar unas elecciones y restablecer el sentido auténtico de la voluntad popular, y no se puede entender una postura insolidaria ni la insistencia en convocar inmediatamente elecciones, porque esto, que acabará siendo inevitable, supone aceptar el daño sin resistencia e incluso recompensar la acción de los dos ausentes maliciosos. Probablemente, ese apoyo a los valores democráticos habría evitado la mala impresión que el Partido Popular ha producido al votar con los dos tránsfugas para la Diputación Permanente.

En ese contexto de desvarío y de pérdida de rumbo se entiende una resolución de la Mesa de la Asamblea y de la Junta de Portavoces del día 16 de junio pasado, declarando como el primer periodo de sesiones el que transcurre entre el propio día 17 y el día 23 del mismo mes de junio. Teniendo en cuenta que, de acuerdo con las normas que rigen el funcionamiento de la Asamblea de la Comunidad de Madrid, se señalan como periodos ordinarios de sesiones los que van desde septiembre a diciembre y de febrero a junio, aparece claro que estamos, con ese ridículo periodo de sesiones de cinco días, ante un golpe de mano, ante un fraude de ley que sólo pretende llevar adelante, forzando los términos, una convocatoria de nuevas elecciones que, sin esperar a que sea la única solución, consolidan el golpe de Estado incruento en vidas humanas pero muy cruento para la democracia. Ya con este paso se compromete a la recientemente elegida presidenta de la Asamblea, la señora Dancausa, que nunca, desde su puesto institucional, debió consentir esta arbitrariedad. Se contamina así la salida normal, que serían esas nuevas elecciones, pero dejando que los procedimientos se agoten, por si a estos dos diputados les vuelve el sentido común, recuperan la dignidad moral y deciden, en el plazo de dos meses, devolver sus credenciales para que sean ocupados los escaños por dos parlamentarios leales al Partido Socialista. Acelerar las elecciones es hacer que esa posibilidad se convierta en imposible.

Por fin, me produce serias dudas la posición jurídica del presidente en funciones, señor Ruiz-Gallardón, que se mantiene contra viento y marea, cuando lo sensato era haber dejado esas funciones a los consejeros que no estaban ni en la lista del propio y actual alcalde ni en la de la Asamblea de Madrid. Aunque sea en funciones, no es compatible con el cargo de alcalde de Madrid, como deja claro el artículo 6 de la Ley de Gobierno y Administración de la Comunidad de Madrid. ¿Cómo, en esa situación, va el presidente en funciones a disolver la Asamblea? Añadimos ilegalidad tras ilegalidad, y comprometemos al alcalde, que está iniciando un mandato que ha obtenido con una cómoda mayoría absoluta. Si, como parece, los actos del presidente son inexistentes, nulos de pleno derecho, la disolución de la Asamblea padecería ese mismo pecado de origen. No es que no tenga como presidente esa competencia de disolución, es que tiene prohibida la referida competencia fuera del caso en que actúe ex lege, es decir, en el ámbito previsto en el Estatuto de la Comunidad de Madrid, artículo 18.5, pero para ello debe transcurrir, sin obtenerse resultados, el plazo de dos meses, que es la propuesta más razonable del candidato socialista. Ése es también el sentido de su anuncio de presentar la candidatura a presidente, pero dejando claro que no piensa gobernar con el apoyo de los dos traidores. Me ha tranquilizado saber, del propio presidente Ruiz-Gallardón, que comparte esta tesis de que sólo puede actuar en una disolución ex lege.

Si en este tema hay una culpa in eligendo e in vigilando que debe traer consecuencias para los socialistas que sean responsables, a partir de ahí el cúmulo de errores del Partido Popular en la gestión de la crisis es impresionante. No ha comprendido que debió atender la petición del Partido Socialista para que le ayudase a recuperar esos dos escaños, ni ha orientado bien los pasos a seguir, complicando en sus errores a la Presidencia y a la mayoría de la Mesa de la Asamblea. Ya decía Sófocles en Antígona que el mayor mal que puede golpear a un mortal es convertir a la razón en sinrazón. Por eso se necesita un cambio de dirección.

Con sosiego, sin saltarse plazos, después de los dos meses establecidos en el Estatuto, se puede impulsar una nueva consulta, aun sabiendo que su mera convocatoria es ya una victoria de los dos golpistas. La lucidez del electorado dirá si también los resultados de las nuevas elecciones son igualmente una victoria para esos dos y todos los intereses que están detrás. En todo caso, la decisión de Rafael Simancas de no permanecer inerte en ese plazo y presentar su programa en la investidura es también una buena noticia.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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