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Tecnologías, ética y sostenibilidad

Toda nueva tecnología implica un delicado equilibrio entre los posibles beneficios y peligros de su aplicación. De esto hay muchos ejemplos, desde el fuego hasta la energía nuclear. Por otra parte, es evidente que cuanto más potente es dicha tecnología, más profundo es el abismo en el que nos arriesgamos a caer. Actualmente, el mejor paradigma de tal encrucijada lo representan las biotecnologías: mientras que según algunos corremos hacia un apocalipsis genético, según otros estamos muy cerca del nuevo edén. Seguramente la clave del dilema gira en torno a su uso ya que o bien las utilizamos racionalmente, pensando en el bien común, o por el contrario las sometemos a caprichosos intereses mercantiles.

Hay que establecer un principio de precaución que permita evaluar la biotecnología a partir de la ética y la ciencia

Lo cierto es que tanto el mundo en el que vivimos como nuestro cuerpo son sistemas extremadamente complejos, por lo que resulta muy difícil establecer modelos predictivos lo suficientemente fiables. Cualquier manipulación humana que no tenga en cuenta dicha complejidad está cerca del desastre. Si lo que se quiere es poner en práctica todo aquello que genere beneficios particulares, sin más criterio que el rendimiento a corto plazo, habrá que dar la razón a los pesimistas. Ante esto, se hace evidente la necesidad de establecer un principio de precaución que permita evaluar toda aplicación biotecnológica, tanto desde el punto de vista ético como científico. A partir de aquí se nos abrirían dos caminos positivos, uno que partiría desde la ciencia y otro desde la ética. Con el primero se conseguiría tener un amplio margen de seguridad, con el segundo podríamos decir que actuaríamos teniendo como objetivo el bien común y no los meros intereses particulares, en definitiva como quería Kant, tratando a la humanidad como fin y no simplemente como medio.

No obstante, es preciso tener presente que, a pesar de su necesidad y racionalidad, esta estrategia tampoco está exenta de sombras. Por una parte, aplicar los más estrictos controles científico-técnicos no es una garantía absoluta de inocuidad ya que el impacto cero no existe: toda actividad humana, desde nuestros orígenes más remotos, tiene un determinado efecto en el medio e incluso en nosotros mismos. Por lo que se refiere a la ética, nos encontramos el grave problema de decidir qué es el bien común, algo que, hoy por hoy, sólo puede pensarse de forma planetaria: su definición pasa forzosamente por un diálogo social y auténticamente intercultural. Para que un debate así no sea una mera pantomima, es imprescindible que todas las partes dialoguen en pie de igualdad y que, al mismo tiempo, estén dispuestas a ceder en muchos aspectos aparentemente importantes.

Pero, como ya se ha apuntado más arriba, el principal problema radica en que es la insaciable sed de beneficios la que interfiere directamente en cualquier intento de abordar racionalmente el problema. Beneficio y precaución, tal como se entiende el primero en nuestro mundo de transnacionales, son dos conceptos estructuralmente antitéticos. Para ver con más claridad esta oposición, es suficiente echar un vistazo a las ingentes inversiones que requiere la industria biotecnológica. Como es bien sabido, toda inversión necesita un posterior rendimiento económico, a poder ser rápido y abundante. Así, el conflicto entre la necesidad de establecer un principio racional de precaución y la rentabilización de las inversiones cae casi siempre del lado de esta última. Los que denuncian la cosificación radical del ser humano, los daños ambientales irreversibles y el recrudecimiento de las desgarradoras diferencias entre los llamados mundo desarrollado y Tercer Mundo apuntan a ésta como la principal causa.

Llegados hasta aquí, nos podemos plantear la pregunta crucial: ¿cómo conseguir que sean la razón y la ética las que guíen nuestras acciones y no el egoísmo y la ignorancia? Algunos dicen que la solución está en la socialización de la tecnociencia. Pero este proceso, a pesar de ser una herramienta indispensable, no es por él mismo suficiente. Para que sea tan sólo pensable esa socialización, es preciso que previamente cambiemos las gafas con las que vemos el mundo. Se necesita una transformación de la cosmovisión que modifique nuestros fundamentos culturales más profundos. Dejar de lado la cultura del tener y abandonar actitudes solipsistas, intransigentes e insolidarias sólo es posible si concentramos nuestras fuerzas en cambiar la visión que tenemos del mundo y de nosotros mismos. Ni el planeta es nuestro supermercado ni el ser humano un objeto más en sus estantes. Solamente si tenemos esto en cuenta podremos contar con un uso racional de la biotecnología.

Quizá la humanidad sea capaz de cambiar de actitud, pero el problema se llama tiempo: no podemos pensar en un proceso a largo plazo. La capacidad humana de reacción está debilitada a causa del síndrome del "a mí no me tocará". La demostración la tenemos en la gestión irracional del agua, el calentamiento global y el efecto invernadero. El mal uso de las biotecnologías encaja en el mismo grupo de problemas: crear un mundo sostenible en el que las siguientes generaciones puedan vivir dignamente requiere un cambio (¿demasiado?) profundo. En cualquier caso, la responsabilidad es plenamente nuestra.

Marcel Cano Soler es profesor del Master en sostenibilitat en la cátedra Unesco de la UPC.

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