A todo Dios
Ser un Judas, un Caín, un Herodes, un Pilatos, o un fariseo, y acabar hecho un cristo, ir hecho un Adán, venderse por un plato de lentejas o por treinta monedas. La asignatura de religión, católica por supuesto, enriqueció nuestro léxico al tiempo que sobrecogía nuestro ánimo con sombrías amenazas post mórtem. La mala conciencia de la culpa se instalaba en nosotros antes de que llegáramos a saber lo que era el pecado, pues, como se adelantaban a explicarnos nuestros ensotanados educadores, ya veníamos lastrados por el pecado original de Adán y Eva, pecado incomprensible, inexplicable, que nos sumía en la perplejidad y nos traía noticias de un Dios, único y triple, para más misterio, irascible y rencoroso, de cuya mirada no podíamos escapar, pues conocía hasta nuestros más íntimos pensamientos, los que se nos venían sin querer a la cabeza, y así no había forma de no pecar, y así la única forma de escapar de los terribles castigos del infierno era ponernos en manos de nuestros confesores y tutores y contarles lo que hasta ese momento sólo Dios y nosotros sabíamos.
El perdón, siempre condicionado, no excluía nunca la alternativa de una larga temporada de purificación en el Purgatorio, unos cuantos siglos de antesala entre sádicas torturas, descritas al detalle y con cierta delectación por nuestros directores espirituales. Los durísimos castigos del Infierno y el Purgatorio, las sevicias de la Pasión y los crueles tormentos de los mártires, crucifixiones, flagelaciones, descuartizamientos, decapitaciones y mutilaciones, las hogueras y las parrillas, las fieras del circo, los garfios y los hierros candentes. Cualquier alumno medianamente aplicado de un colegio religioso hubiera estado plenamente capacitado a los diez años para sacar unas oposiciones a verdugo, ejecutor del Estado.
El Estado español pagó por los pecados contra el sexo de su Reina Isabel II, que debieron de ser muchos, con la firma de un Concordato en 1851 en el que la Religión Católica se hacía con el control absoluto de la educación, la ciencia y la cultura: "La instrucción en las Universidades, colegios, seminarios y escuelas públicas y privadas de cualquier clase será en todo conforme a la doctrina de la misma Religión Católica, y a este fin no se pondrá impedimento alguno a los señores obispos para velar sobre la pureza de la doctrina y de la fe (...) Las autoridades civiles prestaránles su concurso contra los hombres malignos que intenten pervertir las costumbres y, muy particularmente, cuando se trate de la publicación de libros malos". Un siglo más tarde, en 1953, el Estado español pagó por los pecados, también muchos, aunque de muy distinto signo, del general Franco con otro concordato en el que se otorgaba a la Iglesia Católica la calificación de "sociedad perfecta" y se le garantizaba "el libre y pleno derecho de ejercicio de su poder espiritual".
Sin necesidad de concordato nuevo, hoy, el Gobierno de España, estado aconfesional y laico, ha llegado aún más allá que sus predecesores en el trato de favor al aumentar los horarios de las clases de religión y quitar a ésta del grupo de las marías, o asignaturas complementarias. Mucho han debido de pecar José María Aznar y su Gobierno, quizá por la guerra de Irak, para que intenten hacerse perdonar de esta forma. La Iglesia Católica, que no tuvo inconveniente en prescindir de la separación de sexos para acogerse a los beneficios de la nueva Ley, sigue usando sus colegios como vivero de comulgantes y cotizantes que un día darán a Dios lo que es de Dios y un tanto por ciento de lo que le corresponde al César en su declaración de la renta.
Yo no creo que haya que suprimir las clases de Religión, sólo pienso que la influencia de la Iglesia Católica en España es demasiado importante como para dejar la asignatura en manos de los obispos, que tal vez se verían en dificultades para explicar ciertos temas inexcusables de la materia: la Santa Inquisición, la posición de la Iglesia durante el franquismo y la presencia del Opus en sus Gobiernos (y en los posteriores) o, por citar un tema en candelero, las operaciones inmobiliarias y especulativas de las órdenes religiosas con los solares de sus antiguos colegios del centro de Madrid.
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