Libélulas, el elogio del aire
Las libélulas llevan sobre el planeta la friolera de 300 millones de años; es decir, unas 150 veces más edad que nuestra estirpe y, de acuerdo con los últimos datos, unas 2.000 veces más tiempo que la especie a la que pertenecemos.
Acreditada y larga trayectoria que se plasma en que no existe otro grupo zoológico más espléndido y eficaz en el campo de la locomoción aérea. Las libélulas vuelan no sólo a una sorprendente velocidad para un insecto (hasta 50 kilómetros por hora), sino que también consiguen todo tipo de maniobras en el aire. Suben y bajan en línea recta, retroceden marcha atrás, giran en ángulos rectos, se frenan en décimas de segundo... Son capaces incluso de escapar a la persecución de algunos pájaros ciertamente veloces. Cuentan además con dos pares de alas enormes que, al ser transparentes y delicadas, recuerdan que muchas estructuras vivas consiguen convertir lo frágil en poderosísimo.
Veremos libélulas sorprendentemente grandes, con hasta 10 centímetros de envergadura, aunque eso sea un tamaño siete veces más pequeño que el logrado por algunos antecesores que vivieron en la era secundaria. Más que el tamaño, en estos animales destaca la coloración, las bellísimas tonalidades que se dan cita en su cuerpo. Desde verdes esmeraldas rutilantes hasta naranjas, malvas, azules y amarillos purísimos.
Las veremos precisamente ahora y hasta mediados del verano casi en cualquier parte, incluso sobre las ciudades y las carreteras. Son muy nómadas, pueden realizar desplazamientos prácticamente migratorios, a lo largo de los cuales recorren centenares y hasta miles de kilómetros.
Como su vida larvaria, de hasta cuatro años, transcurre en el seno de las aguas dulces, y como sus principales cazaderos y territorios nupciales son los cursos fluviales y encharcamientos, allí las contemplaremos mejor y más a menudo. Elijamos, en cualquier caso, las pequeñas lagunas y charcas, las orillas de los embalses, y para que al mismo tiempo nos acompañe uno de los más refrescantes paisajes dirijamos nuestros pasos hacia el parque natural de las Lagunas de Ruidera, allá por los campos de Montiel, en los límites de las provincias de Ciudad Real y Albacete.
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