Flamenco
No es infrecuente encontrar comparaciones entre el flamenco y otras músicas tradicionales, que se han nutrido del acervo de un determinado estrato racial o social, como el jazz. Recordemos que Raimundo Amador viajó a Harlem a solicitar al enorme B. B. King que participara con él en un disco de blues y bulerías, y múltiples son los ejemplos que se podrían aducir de amalgama del flamenco con salsa, bosanova u otros ritmos del trópico. Hay voces integristas que se levantan en contra de este mestizaje, adalides de la pureza que consideran que el cante debe vivir apartado en una urna, a salvo del contacto con entidades perniciosas que lo contaminen: pero así sólo conseguirán convertir el ancestral arte flamenco en una pieza de museo, en un fósil que podrían acercarse a mirar los curiosos con autorización para pasar sobre él los dedos, en un cadáver. Que el flamenco siga en la calle implica que se manche en los charcos, que se mezcle con gentes dudosas, que asimile acentos y maneras de vecinos de barrio, que evolucione. En ese sentido, el jazz ofrece ejemplos ilustrativos: pudo quedarse confinado en las colonias de antiguos esclavos del sur de los EE UU, aquellos mismos que habían adquirido las tubas y los trombones de las bandas militares de tiempos de la Secesión, pero las fronteras se les quedaron pequeñas. En apenas unos decenios, aquella música violenta, estridente, tibia, salpicada a veces de procacidad y ritualismo, se extendió como una mancha de petróleo por el país, anegando los barrios elegantes, desoyendo el sistema de castas que habían ordenado la raza y el dinero. De constituir un medio de expresión marginal el jazz saltó a las pistas de baile, conquistó los conservatorios, reclutó a músicos blancos, saltó todo un océano para instalarse en Francia y Alemania. Y ya sabemos qué debemos a esa diáspora: ni Elvis, ni los Rolling Stones, ni Björk hubieran sido posibles si un anciano recolector de los campos de algodón no se hubiera atrevido a tocar la trompeta en casa de un señorito rubio.
El sevillano Paco Millán estrena en días venideros un curioso documental que tiene como tema precisamente este desafío a las aduanas del arte popular. En Around flamenco retrata los avatares de intérpretes flamencos que tienen que vérselas con su público en Nueva York y Tokio, y que, en algunos de los casos, jamás han pisado Andalucía. Durante mucho tiempo se ha considerado que un yanqui o un nipón carecían del talante preciso, de la gracia, para rasguear la guitarra o marcarse un taconeo: muchos especialistas que viven difundiendo el evangelio del cante y la danza por los cuatro puntos cardinales y cuyos apellidos los harían candidatos más bien a los combates de sumo o las tabernas de country vienen a desmentir la estrechez de esa clase de miras. El flamenco no debe tener miedo de salir de su cercado, de reservar pasaje en un barco, de penetrar en antros de mala muerte para mezclarse con personas que no conoce y voces de costumbres disipadas. Seguramente sea mucho lo que estos artistas insólitos de allende los océanos puedan aportarle: cómo sonará la soleá a través del prisma de un idioma saturado de vocales, qué matices aportará el sombrero de vaquero al júbilo contenido del fandango. A saber.
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