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Columna
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¡Viva el puterío!

Espero que mi jefe no me riña por el título, ante el que confieso haber tenido mis dudas. He dudado entre éste y otro que decía: ¡Arriba la piara! Es la cosa que he visto una foto en la que dos pastorcicas en cueros, galanas ellas, miraban a la cámara mientras conducían una monumental piara de sonrosados cerdos por una calle de Barcelona. Me refiero a la ya célebre fotografía de Spencer Tunick en la que 6.997 personas posan acurrucadas y en pelota en una avenida en Montjuïc. ¡No me digan que a primera vista no parece un rebaño de cerdos! Y digo cerdos en sentido literal, no metafórico, ya que no tengo ninguna intención de juzgar a quienes participaron en el evento. Al parecer, éstos se lo pasaron muy bien: se palmearon el culete, bailaron en crudité, y hasta les sacaron una última foto abrazados por parejas en un almacén, escena que a algún comentarista le hizo recordar Auschwitz.

Las fotos de Tunick son ya decorado habitual de nuestra prensa. No quiero valorarlas. Al fin y al cabo arte es todo lo que hace el artista, y éste lo es por gracia de su divinidad. Nada de mamá quiero ser artista, sino, mamá lo soy. De todos modos, en esas fotos percibo extraños amaneceres escatológicos, lo que las sitúa, en efecto, entre un primitivismo virginal y Auschwitz. Entre el hombre nuevo anterior a toda civilización que despierta en medio de ésta como si le fuera ajena, y el hombre nuevo posterior a toda civilización y fruto contrariado de ella. Algo así como unas piedras de Deucalión milenaristas. No está mal, pero la repetición aburre, y cuando tiende a batir récords numéricos, el hombre primigenio acaba perdido en una piara de cerditos.

En definitivas cuentas, y más desde que el chimpancé ha sido incluido entre los homínidos, todos somos animales. ¿O somos todos putas? Bien, no he leído el famoso Todas putas, por lo que nada puedo decir de él. Pero lo de menos en este caso es el libro mismo, y también yo quiero dar mi opinión sobre el escándalo que ha suscitado. Lo que se ha denunciado es que el libro haya sido editado por la actual directora del Instituto de la Mujer, no tanto el libro en sí, que encierra creo alguna apología de la violación. ¿Puede alguien que detenta ese cargo editar un libro de esa naturaleza, cuyo contenido puede ser ofensivo para la sensibilidad femenina? Confieso que no tengo clara la respuesta, aunque quizá la persona en cuestión demostró tener escaso tacto político. Ahora bien, si todo libro es inocente, y por lo tanto también lo es quien decide editarlo, no veo qué diferencia puede haber entre editar Todas putas o Blancanieves y los siete enanitos, sea cual sea el cargo que además ocupe el editor de turno.

Sin embargo, lo que tampoco tengo nada claro es que todo libro sea inocente, y yo casi desearía que no lo fuera ninguno. Ya nuestro padre fundador don Quijote fue un producto de los malos efectos que podían causar ciertos libros. Y ese recelo hacia la nula inocencia de los libros ha existido siempre. Los hubo ya hacia la escritura misma, como nos prueba el mito egipcio de Toth. Quiero creer que todos los libros producen efectos, a veces buenos y a veces malos. Un mismo libro los puede producir de ambos tipos, depende del lector en cuyas manos caiga. Pero ese es un efecto individual e imprevisible, y no creo que los efectos sociales de los libros sean tampoco previsibles, ni mensurables. ¿Puede ser alguien culpable por editar algo cuyos efectos son imprevisibles, es decir, algo que pone en juego nuestro concepto mismo de libertad? Los que sí eran previsibles eran los efectos políticos, aunque eso es ya otra cosa. Sin embargo, un cargo es un cargo es un cargo...

¿Habría salido esa señora tan de perlitas en caso de que hubiera editado un libro que fuera una apología del terrorismo?, se han preguntado algunos. Indudablemente no, con cargo o sin él, y seguramente nadie hubiera hablado de censura ni se hubiera rasgado las vestiduras si se hubiera visto obligada a retirar el libro. Nos habríamos olvidado de que un libro es un libro es un libro y nos hubiéramos quedado sólo con sus efectos políticos. ¿Habríamos tenido agallas para oponernos al discurso dominante? Mucho me temo que no, visto lo solo ante el peligro que quedó Unai Iturriaga ante determinadas acusaciones. Aún lo temo más tras comprobar cómo se las gasta el discurso dominante, capaz de suscitar el arrepentimiento súbito de su social-comunismo de dos diputados socialistas madrileños. ¿Se les apareció la virgen de Lourdes? No. Eso sí que es puterío.

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