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Reportaje:

'La Internacional' o 'La Marsellesa'

La revuelta social en Francia amenaza al primer ministro, Raffarin, que trata de imponer las reformas de Chirac

La segunda economía de la zona del euro vive con interrupciones constantes de los transportes públicos, la recogida de basuras o el servicio de correos. De paso se han perdido nueve jornadas de clase en primaria y secundaria, con paros suficientemente separados como para afectar a un ritmo escolar ya muy sincopado a causa de las frecuentes vacaciones. Ésta es la "normalidad" que se ha instalado en un país cuyo Gobierno ganó las elecciones por mayoría absoluta hace un año, y que el invierno pasado mantuvo un pulso internacional con EE UU.

El primer ministro Jean-Pierre Raffarin se ha dado de bruces con su país. Aprovechando la popularidad de la posición francesa sobre Irak y creyendo muy debilitada a la oposición, el Ejecutivo planteó el alargamiento del tiempo de trabajo para poder jubilarse, la descentralización del Estado y el anuncio de rigores presupuestarios para el próximo ejercicio. Todo al mismo tiempo. Y la respuesta ha sido una revuelta social que dura ya seis semanas.

625.000 estudiantes no saben si podrán examinarse hoy de la reválida de bachillerato

Raffarin, un liberal de rostro humano, está "quemándose" con más rapidez de la previsible. Todos sus sufrimientos los dará por buenos si los 625.000 estudiantes afectados consiguen examinarse hoy de la reválida del bachillerato: o sea, si vuelve a suceder un año más lo que lleva ocurriendo desde hace decenios. Para ello ha tenido que pedir al ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, que apacigüe a los sindicatos, y éste parece haberlo conseguido. En Francia no hay vicepresidente del Gobierno, pero Sarkozy lo es de hecho y no son pocos los que resaltan que éste no se quema, por más asuntos duros en los que le toca intervenir.

Imponer renuncias a los derechos adquiridos ha vuelto a convertirse en casus belli en un Estado con cinco millones de funcionarios (más de una quinta parte de la población activa), lleno de "estatutos especiales" para las empresas estatales. Además de los motivos esgrimidos desde la calle, todas las partes son conscientes de que toman parte en un combate de fondo, entre los que creen indispensable reducir el tamaño del Estado y los que no van a consentir ningún recorte de derechos.

Los sindicatos han intentado unir a los sectores público y privado, objetivo nada fácil cuando los empleados públicos se niegan a cotizar el mismo número de anualidades (40) que en el sector privado si quieren jubilarse sin descuentos, y como una simple transición hacia los 42 años para todos. Frente a la reivindicación del "que me quede como estoy" no sobrevive ninguna consideración de solidaridad colectiva, ni de dificultades reales de financiación de los compromisos adquiridos.

No obstante, la desigualdad de trato que reivindican los empleados públicos tampoco ha acarreado la rebelión de los del sector privado. Todos los sondeos de este tiempo conflictivo muestran un apoyo mayoritario a los huelguistas y manifestantes, y una oposición muy amplia a contemplar 42 años de trabajo como objetivo asumible. La popularidad de Jacques Chirac ha caído desde la guerra de Irak, pero no tanto como la de Raffarin, que cuenta ahora con el 46% de opiniones favorables, seis puntos menos que en mayo.

Los sindicatos no han ganado la batalla, pero aumenta el enconamiento político.

Mientras policías y manifestantes se enfrentaban en la zona más céntrica de París, el martes por la noche, el primer ministro dio muestras de su nerviosismo acusando a los socialistas de "preferir su partido a la patria". Raffarin lanzó esta pequeña frase en un mitin al que llegó muy caliente: acababa de aprobar las concesiones a los sindicatos y había tenido que presenciar la división del hemiciclo parlamentario entre los que cantaban La Internacional y los que entonaban La Marsellesa. Alguien se encargó de ponerle más nervioso todavía, cortando la electricidad en el la población cercana a París donde iba a pronunciar un mitin. Y estalló.

No conviene olvidarse que todo este cóctel de problemas se produce en un país en el que tres candidatos trostkistas sumaron el 10% de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2002, aquéllas en que el ultraderechista Jean-Marie Le Pen expulsó de la política al entonces primer ministro, Lionel Jospin.

La agitación social perdura, el servicio de trenes y los transportes urbanos continuaba ayer sin normalizarse y se alzan voces en Marsella o Burdeos pidiendo la intervención del Ejército para retirar las basuras que se acumulan en las calles. Si todo esto lo ha organizado de verdad una oposición "antipa-triótica", la mayoría absoluta habría quedado convertida en una cáscara vacía.

El primer ministro francés, Jean-Pierre Raffarin (izquierda), junto a miembros del Gobierno, ayer en París.
El primer ministro francés, Jean-Pierre Raffarin (izquierda), junto a miembros del Gobierno, ayer en París.AFP

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