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Columna
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Según mercado

Así, siguiendo esta fórmula tan indefinida, se expresa en las cartas de los restaurantes el precio de aquellos platos basados en productos frescos, fundamentalmente pescados, cuya presencia en los mercados es variable en función de diversas razones. "Según mercado" es una fórmula convencional para indicar al cliente que no debe esperar un precio fijo para dicho producto: hoy puede ser mayor o menor que ayer, dependiendo, por ejemplo, de las piezas capturadas. Hasta aquí, no parecería sino que nos encontramos ante una de las más razonables manifestaciones de la mano invisible del mercado: a mayor oferta de un producto es de esperar que su precio baje; por el contrario, en condiciones de oferta menor, se pagará más por el producto escaso. Pero el valor oscilante de los productos encierra algún misterio más que lo que la sencilla y autoevidente teoría del equilibrio en el mercado pretende dar a entender.

Hay productos cuyo valor no oscila en función de variables objetivas, tales como número de capturas u otras de parecida naturaleza, sino en función de orientaciones subjetivas, orientaciones que, además, en la mayoría de las ocasiones vienen producidas no por el comprador, sino por el vendedor. Cuando mi coche cumplió los tres años, a pesar de que aún estaba pagando el crédito a cinco años que me posibilitó su compra, recibí una amable carta del concesionario que decía así: "Estimado cliente: Hace ya tres años que adquirió su vehículo tal y cual. Probablemente estará pensando ya en cambiarlo. Para premiar su confianza le ofrecemos...". ¿Cuándo y por qué pierde su valor un teléfono móvil adquirido hace apenas un año y que funciona perfectamente, cubriendo todas las necesidades de comunicación de su propietario? Se trata del fenómeno denominado obsolescencia moral o, también, obsolescencia programada: una desorbitada caducidad de los productos, que poco o nada tiene que ver con el valor real de los mismos.

Pues bien: la obsolescencia moral se ha adueñado de la política vasca y española. Desde hace unos pocos años (muy pocos, aunque empiecen a pesarnos como un siglo), no hay producto político que no lleve adherida una etiqueta con la fórmula "según mercado". Todo -ya sea plan o proyecto, intelectual o líder político, organización o lo que sea- tiene un valor indefinido, dependiendo de variables crecientemente subjetivas. ¿Cuál era el valor de la no emisión por la televisión pública vasca del anuncio (excelente, por otro lado) de la Fundación de Víctimas del Terrorismo? Inmenso. ¿Cuál el valor de su emisión, ahora, toda vez que el Gobierno vasco lo ha asumido como propio? Ninguno.

Pero no hay mano invisible que valga en todo esto. Las oscilaciones en el valor de unos u otros productos políticos tiene la misma espontaneidad que las turbamultas que insultan a Zapatero y a Llamazares en el funeral de las víctimas del último atentado de ETA o que impiden a las cámaras de ETB cubrir la manifestación convocada en protesta por ese acto terrorista. No hay más que ver quiénes son los que pierden valor: Atutxa, Rojo, Madrazo, Ardanza, Cuerda, Elorza... A estos habría que sumar ciertas organizaciones pacifistas, determinadas víctimas del terrorismo, etc. Todos y cada uno de ellos han sido, en algún momento, productos políticos al alza. Todos han sido expuestos en el anfiteatro mediático y, en algunos casos, paseados en andas por todo lo ancho de la geografía española, como ejemplos de vigor democrático. Hoy, en un grado o en otro, todos han visto disminuir su valor de mercado.

Por el contrario, ¿quiénes son los que suben? Todas aquellas personas y organizaciones que, sin importar que lleven en esto veinte minutos o veinte años, sostengan un discurso según las reglas no escritas, pero muy firmemente establecidas, del manual de estilo de El tercer grado. He incluso éstas, que se anden con cuidado y no se confíen: su valor es siempre variable, según mercado. Un mercado cuya mano, no por visible, es menos poderosa. Y en correspondencia con su poder, la política se ha vuelto cada vez más débil. Pues, al fin y al cabo, quien comienza tratando a los productos políticos como si fuesen besugos, acaba considerando simples besugos a aquellos a quienes estos productos van dirigidos.

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