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Todo vale

Joan Subirats

¿Vale todo en política? ¿Se puede un día, en una campaña electoral, decir todo lo contrario de lo que se decía meses antes y de lo que se dirá pocos días más tarde? ¿Son los enemigos declarados e irreconciliables del día antes amigos potenciales el día siguiente si una alcaldía o una diputación están en juego? ¿Se puede hacer eso una y otra vez sin que nada ocurra? Ésa parece ser la opinión de ciertos políticos de los que pueblan nuestras instituciones y nuestra democracia, si atendemos a cómo operan. El cinismo es una moneda corriente en algunos de nuestros más conspicuos representantes políticos. Y el peligro es que a los cínicos se les acabe respondiendo con su misma moneda: cinismo, desprecio y desconsideración. Para recordar algo en lo que aún estamos metidos, pienso que es cinismo el uso descarado de los hechos del 11 de septiembre para desencadenar una guerra prevista de antemano. Como también lo es el uso constante de argumentos de carácter moral o el recurso a los valores superiores de la democracia y de la humanidad para justificar simplemente nuevas estrategias que preserven la hegemonía mundial de Estados Unidos. Y poco a poco el propio electorado estadounidense ha ido respondiendo a ese cinismo con más cinismo, con más capas en la endurecida piel para que resbalen en ella argumentos y mensajes. Una encallecida epidermis que sólo atraviesan temas como la supervivencia, la familia o el racismo. Temas que ponen en juego los elementos más instintivos y viscerales de la gente. Como decía en un artículo en The New York Times, pocas semanas después de los atentados de septiembre del 2001, Karl Rove, uno de los asesores más influyentes de Bush en la Casa Blanca, no puede compararse el trabajar políticamente en "temas en los que está en juego la vida o la muerte, a dedicarse a discutir cosas como, por ejemplo, los derechos de los usuarios de la sanidad". El tema es más sombrío, pero por eso mismo genera más atención, más incondicionalidad en el apoyo.

En España, los datos de la última encuesta publicada por el CIS apuntan a un cierto descrédito de los políticos. Y probablemente algo tendrá que ver con ello lo que ha ido ocurriendo estos meses. Esa sensación de que lo que se hacía teóricamente "en nuestro nombre" era incorrecto, no serviría para lo que decían que iba a servir y sólo conduciría a más y más graves contratiempos. Pero, a pesar de todo, se hacía. Aparentemente, los propios responsables institucionales del Gobierno no eran partidarios de la guerra, pero apoyaban que esa guerra se emprendiera. Mucha gente expresó en la calle ese desencuentro, manifestando una nueva manera de entender la vitalidad democrática. Las recientes elecciones nos han devuelto a un escenario menos rutilante, menos binario y más cargado de viejos resortes conectados con el control del poder. Es difícil escapar a la urgencia mediática por destapar crisis y éxitos, perdedores y ganadores. En pocas frases se trata de lanzar el mensaje clave, que convierta las cifras electorales en alimento para seguidores y amortiguador para los contrincantes. Y superada esa fase, se va desnudando ese gran ejercicio de las municipales que consiste en construir alternativas de gobierno que cuadren parámetros ideológicos y rencillas y agravios muchas veces sólo comprensibles en clave local y personal. Y si todo ello se da en plena fase de cambio en las grandes coordenadas políticas de un país que ha estado más de 20 años dominado por una persona, su partido y una concepción de la misión de la política, la situación se agrava. Es entonces, pienso, cuando el nivel personal y político de los dirigentes de los partidos alcanza todo su valor.

No todo debería valer. No todo debería poder justificarse. Siento que estoy decantando estas reflexiones hacia aspectos quizá demasiado moralistas de la política. No es por falta de realismo político, sino por la especial sensación que tengo de que cada día necesitaremos más a la política, y por culpa de unos y otros, estamos destrozando ese juguete que ha ido logrando a trancas y barrancas ir lidiando con nuestros problemas colectivos. No podemos aceptar que se instale el todo vale. No podemos resignarnos con la mera tecnificación de la comunicación política o con que se refuercen los aspectos simplemente mercadotécnicos de la política, perdiendo de vista el aliento moral, la misión y visión de una nueva manera de entender la política que embrionariamente se ha ido expresando estos meses y que ha nutrido en parte la sensación de renovación y de pluralismo de las pasadas elecciones. La pregunta ahora es: ¿podemos elegir alcaldes y articular coaliciones en las instituciones que apunten a algo más que a la ocupación de espacios de poder?

No estoy diciendo que sea igual de importante ocupar la alcaldía que no ocuparla. No desprecio en absoluto el valor simbólico y de ejercicio real de poder que significa ocupar la presidencia de una diputación. Pero me gustaría imaginar que, detrás del proceso que conduzca a ese reparto final de varas de mando y posiciones en los cartapacios municipales, existe un cierto compromiso estratégico de qué ciudad queremos, qué modelo de desarrollo apoyamos y qué grado de exclusión social y de desigualdad estamos dispuestos a tolerar. Y por tanto debe hablarse de alcaldías, pero también de túneles de Horta o de Bracons. Debe hablarse de diputaciones, pero también de modelos de consumo de agua, de uso desbocado del suelo y de derechos de ciudadanía. Debe hablarse de primarias, primeras y equidistancias, pero también de exclusión, de racismo y de solidaridad. Si no logramos entre todos equilibrar los mensajes, lo único que conseguiremos es aumentar el cinismo y la indiferencia, y de ahí sólo se sale con populismo y estrategias del miedo.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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