Escrúpulos
Delirantes declaraciones las realizadas el domingo pasado por el diputado electo José Güemes. Por si ignoran de quién les hablo, Güemes es ese muchacho de Pijolandia a quien Esperanza Aguirre sacó de la Secretaría General de Turismo en plan fichaje-estrella para meterle en su lista como número tres. Aunque personalmente no tengo el gusto de conocerle, reconozco que dejar un momio en la Administración estatal para embarcarse en una aventura electoral de resultado incierto es siempre digno de elogio. José Güemes no fue el único que apostó fuerte por Esperanza, en esa lista que se quedó a 30.000 votos de la mayoría absoluta hay algún que otro político muy válido que lo dejó todo, como en el bolero de Los Panchos, ante los requerimientos seductores de la candidata popular. Conste además que no todos le respondieron así, hubo alguno que, debiéndola el cargo, le dio calabazas y contestó que ya hablarían cuando ganara las elecciones. Así pues, no tenía yo recelo alguno sobre el tercero en la lista del PP a la Asamblea de Madrid, más bien al contrario.
Ahora, sin embargo, ese buen concepto ha bajado algunos enteros porque lo que dijo el domingo me resulta sencillamente impresentable. Apenas si se habían tomado un café juntos Rafael Simancas y Fausto Fernández, no habían sentado ni las bases para negociar un acuerdo de gobierno y ni tan siquiera habían tenido tiempo de saborear el gustillo de la victoria, cuando el tal Güemes suelta a bocajarro que el candidato socialista "carece de escrúpulos por querer formar una coalición con Izquierda Unida".
Si sólo hubiera sido una frase perdida, una de esas que los periodistas cogemos al vuelo y se sacan de contexto, pensaríamos que al pobre se le ha ido un poco la olla a causa de la resaca electoral; pero no, el pretendidamente emergente político popular quiso ser más radical que el propio Aznar, satanizando a toda la coalición por la postura de los suyos en el País Vasco. Es decir, que, según el señor Güemes, lo políticamente correcto sería que Simancas mandara a don Fausto a hacer puñetas, cediera los trastos a Esperanza Aguirre para que monte un Gobierno en minoría y procure molestar lo menos posible.
Comprendo que pasar de un despacho de lujo y fantasía en la Administración central a un escaño de oposición en la Asamblea de Madrid, sita en la calle Payaso Fofó, tiene que resultar extremadamente duro y que la descompresión puede provocar "ausencias" cerebrales. Puedo comprender también que quedarse tan cerca de la mayoría absoluta duele más incluso que perder por goleada, y sin embargo, nada de eso justifica semejante exhibición de arribismo y malos modos. Alguien debería recordarle cuáles son las reglas del juego democrático que rigen para todos y cómo su partido a nivel nacional, autonómico y local, ha pactado siempre con quien le ha convenido o con quien ha podido, tapándose en ocasiones la nariz y arrinconando principios fundamentales de su propio ideario a favor de un acuerdo. Ahí está, sin ir más lejos, el Partido Popular de Alcobendas, cuyo cabeza de lista se declaró el miércoles dispuesto a apoyar al candidato de IU y convertirle en alcalde con tal de que no repita el socialista José Caballero.
El intentar un pacto que garantice la estabilidad en el Gobierno regional de Madrid es un deber político al que están moralmente obligados quienes mejor puedan alcanzarlo. Empezar a dar leña veinte días antes de que se produzca el relevo en la Puerta del Sol y cuando aún ni se habían sentado a negociar un acuerdo de gobierno proyecta una imagen de mal perder que no le hace justicia al resto del grupo popular. En su primera comparencia tras confirmarse los resultados, Esperanza Aguirre anunció una oposición leal, constructiva, rigurosa y abierta al diálogo desde la moderación. Lo manifestado por Güemes, que internamente muchos interpretan como un intento de destacar dentro del grupo parlamentario por encima de políticos más solventes, como Luis Eduardo Cortés, e incluso de significarse como posible sucesor de Aguirre, contraviene esa declaración de principios. Si su objetivo es la promoción personal o hacer ingobernable la región para reconquistar el poder, que al menos no exija a nadie escrúpulos democráticos.
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