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Columna
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Sexualidad

Ese mozo de Colmenar o de Anchuelo que en vísperas de la llamada a filas, después de bailar y beber en porrón, subía a un banco de la plaza del ayuntamiento y, tras intentar mantenerse erguido, pronunciaba un discurso a altas horas de la noche sin que lo impidiera la autoridad -en virtud del privilegio otorgado a los quintos como él, que abandonaban su pueblo, su familia y su novia para servir a la Patria en la provincia distante o en las posesiones de África-, está en la memoria de quienes, años más tarde y ya abolida la prestación militar, han visto llegar a este político a la tribuna instalada en el polideportivo del barrio, saludar a la multitud que agita la bandera de su partido y, al poco de iniciar el mitin y recibir los primeros piropos, callarse bruscamente.

Invade entonces a los reunidos un sentimiento de expectación que no solía conceder la cuadrilla al mozo de Santorcaz o Valdilecha por más que éste, anticipándose a la costumbre cuartelaria, lo reclamase con rotundidad de arriero, ya que su retahíla no encerraba reflexiones, sino arengas para estimular a su auditorio de la misma manera que el latigazo a la caballería. Quizá por eso se llama latiguillo al recurso con que el orador enardece al oyente, por ejemplo, esa frase del estilo de "al enemigo, ni agua" o "viva el amor de la lumbre"; o también, ¿por qué no?, ese silencio implantado por quien, desde la plataforma del polideportivo, ha dejado de hablar sin causa justificada y esa pausa sitúa a sus desconcertados secuaces como a la espera de una revelación inaudita.

Un silencio equiparable -para quien recuerde la anécdota que lo fundamenta- al que provocaba en la función de revista una frase como "aromas de Chamberí" o "¿te acuerdas de Calatayud?", porque al instante de haberse formulado se apagaban las luces, de modo que bien podía aventurar el espectador ingenuo que se había producido en el teatro una avería eléctrica de envergadura. Mas, para su tranquilidad, ese apagón era intencionado, ya que enseguida se encendían los focos y continuaba la representación, si bien sobre un decorado inspirado en los motivos castizos o baturros aludidos en la frase que precedió al oscurecimiento de la sala y que inmediatamente subrayaban sobre el escenario organillos y joteros.

En esa revista musical de la larguísima posguerra, Antonio Casal y Ángel de Andrés actúan en el teatro Alcázar; Queta Claver en el desaparecido teatro Martín, de la calle de Santa Brígida, y Zorí, Santos y Codeso en el teatro de la Latina. Cerca de este último, en una carpa florecida en el corazón del Madrid galdosiano y de las corralas de zarzuela, se anuncia el espectáculo de variedades de Manolita Chen, y sin dificultad la nostalgia relaciona su fastuoso mundo ínfimo con el que ha silenciado al orador del mitin, como si en este acto electoral los planteamientos políticos se hubieran sustituido por los diálogos picantes entre la pudorosa y el falso médico o la enfermera atrevida y el tonto de baba...

"¿Te mido la temperatura, chato?", preguntaba la actriz procaz. Y del enardecido aforo de sillas surgía un adalid de la sexualidad reprimida con la exclamación típica del jaque. Y esa alabanza a flamencos y chulos de toriles -enemiga del buen gusto y reacia a la caducidad de las modas- es la que hoy festeja al protagonista del mitin en el polideportivo: "¡Los tienes bien puestos!". Al oírla desde la tribuna, el aludido interrumpe su discurso y mira al punto de donde procede la audacia. Es voz de mujer, y un silencio responsable y avergonzado confunde a los congregados. La imprudente podrá ser expulsada del recinto o, quizá más doloroso, invitada a una improvisación junto al que desató su vehemencia.

Pero en vez de comportarse como cabía suponer, el interpelado recurre a la picardía de la vieja revista musical y del elenco de Manolita Chen. "¿Con que los tengo bien puestos?", reitera rompiendo el silencio. Y ella seguramente quiere anularse y desaparecer entre la muchedumbre, porque no confirma ni desmiente. "Pues me los mides luego", añade el orador. Y el inesperado desplante levanta de nuevo las enseñas y los vítores, y más crecerá el jolgorio del público cuando el jactancioso, en su delirio verbal, se proclame presidente del Gobierno de España con la petulancia de aquel recluta de Chinchón o Titulcia que en la madrugada, ante sus camaradas de farra y después de pasarse de copas, se creía Franco.

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