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Columna
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Seguridad y prevención

Me cuentan ciudadanos de mi barrio que han visto a agentes de la Guardia Urbana, cámara en ristre, filmando, sin bajar de su coche, los coches mal aparcados y cualquier otro desliz de la gente. Se ignora si los eficaces agentes filman también los defectos de señalización, los baches de las calles, obras públicas eternizadas y otras incidencias que no dependen precisamente de los ciudadanos. La multa correspondiente a un aparcamiento en doble fila aparece, luego, en casa como por arte de magia: sin que el ciudadano se haya encontrado personalmente con ningún guardia. La televisión anunció en su día este tipo de actuación, pero o no le otorgamos crédito o dimos, de antemano y aunque votemos cada cuatro años, el asunto por perdido.

Las cámaras, pues, ya nos controlan en cualquier lugar y para cualquier cosa. Y todos empezamos a acostumbrarnos a ello. Desde que nos machacan dos palabras -seguridad y prevención-, hasta esas telemultas encuentran la excusa que no tenían hasta ahora en una civilización basada en la comunicación entre humanos, no entre artefactos. Pronto las telemultas se dirigirán automáticamente al número de nuestra cuenta corriente y el banco nos cobrará una comisión por notificárnoslo. ¿Recurrir? La gente ya ni se molesta en hacerlo -es una pérdida de tiempo-, pero dentro de poco ni se podrá recurrir: las autoridades siempre tendrán razón. Ellas lo sabrán absolutamente todo de nosotros: desde las medicinas que consumimos hasta en qué empleamos el ocio. En eso se trabaja en todas partes.

Ordenadores y cámaras son los superagentes de la seguridad y de la prevención en una sociedad en la que, aunque nadie se atreva a decirlo, todos -usted y yo, nuestro vecino, el tendero o el conductor del autobús- podemos, ahora mismo, ser peligrosos desestabilizadores o terroristas emboscados, células durmientes, horrendos disidentes o tipos inimaginables que pretenden ¡ir por libre! Aparcar mal, por ejemplo, es un síntoma malísimo. Cualquier cosa que se salga de lo normal -es decir, lo que las autoridades piensan que es normal- es, en aras de la prevención y la seguridad, sospechoso. El gran ojo del Gran Hermano orwelliano, tan citado últimamente, muestra como la ficción acaba influyendo directamente sobre una realidad tan aparentemente anárquica como la nuestra.

Ahora sólo falta que nos convenzan de que todos debemos ser delatores preventivos de potenciales inseguridades: todo se andará si unos cuantos atentados más conmueven nuestras tripas. La conspiración del miedo, el dibujo del peligro, es hoy un verdadero trabajo de profesionales. Los mismos que en Estados Unidos por ejemplo, idearon una ley patriótica que permite cualquier escucha telefónica; en 2006 no harán falta leyes: todos los teléfonos móviles serán localizables, y también los automóviles. Estos datos se cruzarán con los sanitarios, los bancarios, los profesionales, académicos y cualquier otro, como, por ejemplo, el previsible control de Internet.

En Estados Unidos, un organismo dependiente del Pentágono llamado -en serio- TIA (Total Information Awareness, o vigilancia total de información) que dirige John Poindexter, un destacado miembro del equipo de Ronald Reagan, reconocido como culpable de perjurio ante el Congreso por obstrucción a la justicia y destrucción de documentos oficiales, centralizará toda esa información dedicada a detectar e identificar a los terroristas en potencia. La CIA está instalando otro centro parecido. No son tonterías; de momento, los pasajeros que viajan a EE UU ya son clasificados como un semáforo: verde, ámbar, rojo, según su potencial sospechoso. El objetivo es una utopía estúpida: el control de todos a todas horas. El sueño de un Dios maligno, vengativo y con un genio de demonios. Un Dios tan ignorante que desconoce que la seguridad total sólo es la de los muertos. Pero ¿alguien ha previsto qué ocurriría al magno proyecto con un simple cruce de cables?

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