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Columna
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Administrar la victoria

Ya estamos en el día después. Los partidos políticos perdedores se lamen las heridas y tratan de aliviar la derrota mediante análisis que concluyen ineluctablemente en resoluciones eufóricas. Qué remedio. Hay que seguir viviendo. Incluso aquellas formaciones que han sido tocadas de muerte alientan propósitos de pervivencia tan conmovedores como patéticos. Solo algunos líderes se sienten obligados a ofrecer sus cabezas con la certidumbre de que el sacrificio no prosperará y que todo volverá a recomenzar. Es la consabida liturgia postelectoral, que raramente incluye una autocrítica tan rigurosa que conmine a la autodisolución por falta de mercado o agotamiento del discurso.

Entre los ganadores no nos debe confundir el jolgorio de los brindis y celebraciones porque antes de que se diluya la resaca del triunfo ya empieza la cucaña por colgarse medallas y encaramarse a la nueva cucaña. Hay más méritos adquiridos que cargos a otorgar a la mies numerosa que se ha dejado la piel por la causa, o eso alega. Los medios de comunicación, sensibles al morbo que esto suscita, echan leña al fuego mediante conjeturas y postulaciones de personajes que muy bien pueden estar en el podio de los altos cargos. Y, como es obvio, detrás de cada candidato se escudriña su filiación a facción u obediencia. De los llamados "cristianos", tan discretos hasta ahora, se espera una notable escalada.

Pero, acertijos aparte, lo prudente es atenerse a la lógica y consistencia de los hechos. El presidente electo, Francisco Camps, va a tener su ámbito de decisión que administrará como le plazca, situando a sus gentes. Pero hoy por hoy, quien manda todavía es el ex molt honorable y presidente del PP valenciano, Eduardo Zaplana, a cuya talla política añade el crédito de enderezado de una campaña que, sin su tutela y ubicuidad, hubiera tenido muy otro desenlace. Será su criterio, y no otro, el que distribuya las parcelas de poder y controle la inevitable renovación que se espera. Las facciones pugnarán con sordina y se avendrán a lo que arbitre quien más manda, como suelen invocar al ministro.

En este clima de connivencias y obsecuencias, ni siquiera la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, se arriesgará a exigir su presunta cuota de prepotencia. Le ha ido muy bien defender su fuerte municipal y no entrar en competiciones para las que se necesita más cintura y oportunidad. No se nos antoja viable que, a pesar de su preeminencia, se apreste a interferir en la composición del próximo Consell, siendo así que nadie le ha condicionado su propia candidatura. La veterana edil podrá cometer otros errores, pero ninguno que le aboque al fracaso en el seno de un partido que conoce como nadie y del que sabe, asimismo, a quién obedece. Observación que viene al pelo porque estos días, y entre la más selecta feligresía popular, se especula con la posibilidad de que la munícipe quiera imponer sus patrocinados en la gobernación de la autonomía.

No caeremos en la tentación de aventurar posibles titulares de consejerías. La experiencia nos alecciona de que nombre citado es nombre quemado y sería lamentable que, por tal frivolidad, quedase descartado alguien o alguna. Pero la verdad es que, en esta ocasión, el PP tiene un buen plantel técnico y humano donde escoger.

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