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El PP en Cataluña: 'eppur si muove'

Francesc de Carreras

Los resultados de las pasadas elecciones en Cataluña están suscitando más comentarios de lo habitual. Ello resulta lógico ya que, por razones conocidas, han tenido una entidad mayor que el de unas simples elecciones locales y, además, han aportado sorpresas inesperadas. Sin embargo, este comentario no va a tratar de estos resultados, sino del inquietante e impune clima social, político y mediático en el que se ha desarrollado la campaña electoral, clima que lleva años incubándose en Cataluña sin que, al parecer, a casi nadie preocupe.

Para empezar por lo más significativo: el PP no ha podido desarrollar de forma libre la propaganda electoral a la que todo partido tiene derecho y, además, se ha visto desamparado por los demás partidos y por los medios de comunicación, más allá de condenas formales que, en el fondo, dejaban entrever implícitamente que ese trato lo tenían merecido. El boicoteo de sus actos públicos, los insultos a que han sido sometidos sus candidatos, los ataques a sus sedes, han sido casi ocultados a la opinión pública y, en todo caso, apenas han suscitado reacción social alguna.

Todo ello es indicativo de que, en ese punto, el clima político en Cataluña -probablemente también en otras partes de España, en todo caso seguro en el País Vasco, con formas mucho más graves- no es el más adecuado al que es propio en un Estado democrático de derecho. Y ante ello, los otros partidos, los medios de comunicación e, incluso, los poderes públicos han permanecido peligrosamente silenciosos.

En una democracia, respetar las reglas del juego constituye un deber primero y fundamental. La libertad de expresión y el derecho de reunión y manifestación forman parte del núcleo de los derechos políticos básicos: si cualquiera de ellos se encuentra viciado, todo el proceso democrático se contagia. Desviar la vista hacia otro lado, inhibiéndose de la defensa de estos derechos, no indica otra cosa que complicidad con actitudes antidemocráticas.

La sociedad catalana tiene fama de tolerante, de respetar las diversas corrientes de opinión que se producen en su seno. Sin embargo, esta fama, como tantas famas adquiridas en épocas pasadas, poco se corresponde con ciertas realidades. El libre debate en Cataluña está sometido a límites ilegítimos: hay ciertos temas que no pueden ser objeto de discusión y en cuanto alguien los plantea se le acusa de atentar contra la convivencia. A quienes así se expresan no les preocupa tanto la convivencia como el poder que han adquirido: saben que son incapaces de defender sus posiciones con argumentos racionales y simplemente por ello pretenden apartar tales temas de la deliberación pública. Cataluña es para los incluidos en su oasis un territorio de tolerancia; para los arrinconados en el gueto, un territorio de exclusión.

El PP, pese a haber obtenido el 11% de los sufragios, se halla, por ahora, en el gueto de los excluidos. Ello hace que sus resultados electorales -y todavía más los obtenidos en otras zonas de España- sean para algunos motivo de sorpresa e incredulidad: "Pero ¿no habíamos borrado a este partido de nuestra vista?, ¿quién, siendo catalán, puede votar todavía al PP?". Éstas han sido las preguntas que muchos se han formulado estos días. La explicación es obvia: como el voto, afortunadamente, es secreto, algunos han entrado sigilosamente en los colegios electorales y, sintiéndose fuera del gueto, han decidido libremente expresar lo que en público -reuniéndose, manifestándose, hablando, escribiendo- siempre callan: han votado al PP.

Dos noticias de la semana pasada me han llevado a reflexionar sobre esta anomalía democrática de nuestra sociedad. La primera fue la resolución de la Junta Electoral Central sobre las precauciones que los presidentes de mesa debían tomar para que el voto de los ciudadanos se emitiera sin coacciones. La Junta hizo una aplicación perfectamente adecuada del artículo 93 de la Ley Electoral, que protege algo tan elemental en democracia como es el sufragio libre. Pues bien, durante dos días, en las tertulias de las radios catalanas se imponía el criterio generalizado de que tal interpretación de la ley no era otra cosa que una imposición más del PP, desconociendo, naturalmente, la legislación que ampara tal resolución e incluso, supongo, la composición de la Junta Electoral, en la que están representados los diversos partidos.

La segunda noticia, que aún colea, es la negativa de Atutxa, presidente del Parlamento vasco, a cumplir una sentencia judicial, alegando algo tan contrario al actual ordenamiento constitucional como es la "soberanía" del Parlamento. Estuve escuchando también las tertulias de las radios catalanas: ni una voz dijo que la posición de Atutxa era jurídicamente insostenible y que la Cámara vasca estaba obligada -como los demás poderes públicos- a cumplir las sentencias judiciales, algo elemental en un Estado de derecho. Hasta diputados con más de 20 años de experiencia parlamentaria se sumaban al coro unánime de quienes decían que ello constituía un atentado más contra el pueblo vasco: ninguna discrepancia en la tertulia, acuerdo total. La culpa era del PP.

En Cataluña -y probablemente también en el resto de España, aunque con otras características- la mayoría de los medios de comunicación se han convertido en comunidades cerradas, al modo de iglesias laicas, en las cuales se han trazado unos límites implícitos a una opinión dominante, reduciendo el pluralismo sólo a lo que es políticamente correcto. Es decir, existe pluralismo, pero únicamente acotado a determinados temas. En lo demás, la opinión es uniforme. Una buena parte de los ciudadanos no leen o escuchan los medios de información para ensanchar el abanico de opiniones que reciben y poder formar una opinión propia, sino para reafirmarse, día a día, en la que ya poseen de antemano.

La sorpresa les llega el día de las elecciones: "No puede ser que alguien vote al PP porque nadie va a favor del PP". Exactamente: nadie de los medios de comunicación que usted escucha va a favor del PP. Pero, a pesar de los ilegítimos impedimentos antidemocráticos, el PP de Cataluna eppur si muove.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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