Domingo, milagro
Si algunos ciudadanos no se explican cómo el PP ha conseguido su victoria en Madrid, quizá sea porque, descreídos, descartaron el papel decisivo de la Virgen Auxiliadora en estos comicios. Si se hubieran preguntado qué hacía Manzano el pasado día de reflexión, que también lo era de María Auxiliadora, mientras Trinidad Jiménez se iba al zoo con sus sobrinos, Inés Sabanés descansaba en su casa leyendo y Gallardón vivía las tribulaciones del primer tiempo del Real Madrid en el campo del Valencia, no habría lugar para poner en entredicho el favor del cielo al PP. Pero yo, que me di una vuelta ese sábado por la calle y la glorieta de Embajadores y por la céntrica ronda de Atocha, estoy en el secreto del prodigio. Cuando llegué al lugar y vi las luces relampagueantes de los furgones municipales, un despliegue de guardias y todo el dispositivo que acompaña a la interrupción del tráfico en las manifestaciones, pensé en lo peor, en que la coalición radical social-comunista, desesperada, hubiera desempolvado las pancartas para irritar a Aznar en el día de reflexión. Pero, antes de que me decidiera a preguntar a los guardias qué estaba a punto de suceder, lo hicieron por mí unos jóvenes. "Una procesión", contestaron los guardias con resignada sonrisa, y los muchachos siguieron su camino con un interrogante en la expresión. Supongo que el interrogante les duró poco, porque no tardamos en ver aparecer a la Policía Municipal en traje de gala y a caballo abriendo un curioso cortejo en el día 24 de mayo del año 2003 del siglo XXI. En realidad se trataba de una manifestación en toda regla, pero ignoro si todas las manifestaciones quedan prohibidas en el día de reflexión o si hay excepción para algunas si la Virgen está por medio, contengan o no políticos detrás de la pancarta. Porque pancartas había, a pesar de lo que las ha desprestigiado Aznar, si se toma por tales a unos viejos estandartes con la efigie de Nuestra Señora y otras banderas con iconografía variada.
Y para que el aire de respetable manifestación no faltara, un coche con altavoces acompañaba la concentración: desde allí se dirigían los rezos, se animaba con gritos a la concurrencia o se reclamaba la súplica, en plan arenga, por las familias, los matrimonios, los chicos o los viejos. Para imágenes de un pasado español que quisieran rescatar Berlanga o Almodóvar eran impagables las escenas de damas con muchas avemarías en sus vidas y ataviadas de mantillas con peinetas, mucho antiguo alumno salesiano, más antiguo que alumno, y el chundachún animoso de la banda de la Cruz Roja y, por supuesto, de la del municipio de esta Villa y Corte. Pero, al final de todo, de la población devota, de la Virgen, de los curas, de las monaguillas, que eran lo único moderno -el camino de las mujeres al altar está empezando por el escalafón más bajo-, entre el plumerío del uniforme de gala de la policía municipal que lo escoltaba, allí estaba el alcalde de Madrid por poquitas horas. Ataviado con su medallerío, Álvarez del Manzano acudía a su última procesión, prestaba su último servicio. La legitimidad de su exhibición pública en una procesión en el día de pensarse el voto no era discutible: no se trataba de un candidato. Que su presencia allí contribuyera a garantizarle el favor de aquel público a Gallardón sería tonto pensarlo: esos votos eran ya de Ana Botella. Y Manzano, silenciado por los suyos, humillado a veces, fiel a sí mismo, daba una prueba más de lealtad a su partido y pedía con fervor a María Auxiliadora que les mantuviera el gobierno de Madrid para seguir paseándola en anacrónico cortejo. Lástima que apenas hubiera espectadores, reclamados ese día por la televisión para seguir las peripecias del Real Madrid, hasta ganar, o el desarrollo del Festival de Eurovisión, otra forma de recordar el pasado, donde la España vieja no ganó esta vez. Pero Manzano, además, nos prestó a todos un último servicio: recordarnos el Madrid que les gusta. Y la Auxiliadora, agradecida, lo ha auxiliado con un nuevo triunfo. Porque, por mucho que Gallardón lo haya silenciado, no sólo nos ha garantizado la continuidad de la política de Manzano, sino su herencia en Ana Botella. Así que, si la mendiga que contemplaba a Manzano en procesión sin inmutarse, echada sobre un edredón junto al cajero de un banco, pensaba que asistía a un cortejo del pasado, se equivocaba: el futuro de al menos cuatro años, con cirios y milagros, desfilaba ante ella.
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