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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El voto del miedo (a perder)

La campaña que concluyó anoche ha estado marcada por factores en gran medida ajenos al ámbito municipal y autonómico en que se celebran las elecciones de mañana. Ello ha sido consecuencia de factores personales antes que políticos, pero ha acabado determinando la selección de temas y la naturaleza del debate. No es la primera vez que ocurre: las elecciones locales de 1995, en un momento de crisis política y expectativa de alternancia, transcurrieron también por cauces de política general. Un efecto fue el aumento de la participación: el 70%, siete puntos por encima de las precedentes y casi otro tanto de las que le siguieron.

Aquellas elecciones, en las que el PP, todavía en la oposición, superó por casi un millón de votos al PSOE, se consideraron un anticipo del cambio de inquilino de La Moncloa que se produciría un año después. Una señal para saber si estamos ante una situación similar será el índice de participación de mañana.

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La fuerte personalización de la campaña tiene que ver con el hecho de que sean las últimas elecciones de Aznar y las primeras de Rodríguez Zapatero a escala nacional. Antes de las generales sólo quedan las catalanas del próximo otoño. Zapatero necesita acreditar su liderazgo social con una victoria que cimente futuras mayorías con el rescate de los votos de centro-izquierda que en 2000 se fueron a la abstención.

Esa victoria en el cómputo general de votos ha sido anticipada por los sondeos. Pero el aval que busca Zapatero depende sobre todo de que consiga equilibrar el poder territorial, recuperando alcaldías relevantes y alguna de las comunidades que el PSOE perdió en los noventa. Para ello, los socialistas, y también IU, se enfrentan al desafío de demostrar que son capaces de convertir en movilización electoral la contestación cívica al Gobierno del PP evidenciada en relación al decretazo, el Prestige y la guerra de Irak. Zapatero ha empezado esbozado lo que será su programa para las generales, con especial atención a la mejora de la calidad de una democracia que ha desarrollado peligrosas tendencias autoritarias.

Aznar ha tenido interés en asumir el papel de candidato universal, difuminando tanto a los autonómicos y municipales como a los aspirantes a sucederle al frente del PP. Ante la hipótesis, invocada durante la guerra, de que se había convertido en un lastre para su partido, ha planteado la campaña como un plebiscito a su persona: que quede claro que quien vote a cualquier candidato del PP está convalidando sus decisiones, incluyendo las que más se le han criticado y provocado la movilización cuiudadana. Es evidente que hay un fuerte componente psicológico, de autoafirmación, en esa apuesta, pero lo inquietante es que ha condicionado el estilo y contenidos de la campaña.

Sobre el estilo, es ya evidente que Aznar sólo se siente a gusto cuando embiste contra algo o alguien; sin renunciar, como se ha comprobado en los últimos mítines, a una muy reveladora zafiedad populista. Es bastante insólito que sea el partido del Gobierno el que arremete contra la oposición, en lugar de defender su gestión frente a las críticas exteriores. También resulta llamativo que tenga a gala lo que a cualquiera parecería una desgracia: haberse quedado sin aliados. Es posible, sin embargo, que se trate simplemente de un intento de hacer de la necesidad virtud. Como ha perdido los amigos que tuvo antes de llegar a Moncloa (IU: la pinza) y los socios de su primera legislatura (PNV y CiU), ataca a los socialistas por su disposición a mantener o conformar mayorías de izquierda en los ayuntamientos y a pactar con regionalistas y nacionalistas en algunas comunidades.

El intento de deslegitimar tales alianzas entre fuerzas democráticas puede ser rentable electoralmente (está por ver), pero es del todo irresponsable en un presidente de Gobierno. Esa persistente apelación al voto del miedo (la ruptura de España, la alianza social-comunista, etc.) revela también una debilidad: el miedo a perder. Si las encuestas no hubieran alertado de que el cambio es posible, Aznar no se habría arriesgado a emplear un lenguaje tan agresivo. Su argumento de que la victoria de los otros va a poner en riesgo las pensiones es un recurso propio de partidos en retroceso, próximos a la derrota, como seguramente recordarán los socialistas que vivieron las elecciones de 1993.

Lo mismo puede decirse de la utilización del Consejo de Ministros como elemento de campaña, aprobando in extremis medidas de política familiar, fiscal o de vivienda: puede atraer votantes indecisos, pero también puede alejar a los que verán en ellas un reconocimiento del fracaso de su gestión sobre esas cuestiones.

En estas condiciones, ¿qué datos medirán la victoria o derrota de unos u otros? Por supuesto que cuenta el número total de votos, que esta vez serán un índice más fiable de las tendencias de fondo de cara a las generales que en otras ocasiones. Pero sobre todo contará la cantidad de poder concreto, municipal o autonómico que consigan retener o alcanzar los contendientes. Y ello no sólo depende de los votos de cada partido, sino también de la capacidad para conformar mayorías coherentes. Con lo que resultará que la actitud y hasta el estilo de los principales líderes se convertirá en un factor decisivo del desenlace.

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