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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Un día difícil para monsieur Diderot

Marcos Ordóñez

Uno. La Abadía ofrece estos días una verdadera joya, una comedia inteligente, ligera y profunda, sensual y melancólica, divertidísima: El libertino, de Eric-Emmanuel Schmitt, traducida (con Fernando Gómez Grande) y dirigida por Joaquín Hinojosa. De Schmitt, uno de los autores más brillantes (a veces demasiado) del teatro francés reciente, sólo se conoce en España, que yo sepa, Le visiteur, un insólito encuentro entre Freud y Dios (o un loco que se toma por Dios), dirigida por la Sardá en el Romea de Barcelona. Una obra con leyenda incorporada: se cuenta que Maurice Garrel, el viejo actor que interpretaba a Freud, acabó en un manicomio creyéndose Freud, analizando y diagnosticando a sus compañeros.

A propósito de El libertino, dirigida por Joaquín Hinojosa en La Abadía

Le libertin se estrenó en el Théâtre Montparnasse en 1997, con Bernard Giraudeau y Christiane Cohendy, con un inmenso éxito de crítica y público. Este vodevil filosófico (o boulevard reflexivo, como prefieran), que Schmitt definió como "la más alegre de mis obras", nace de su pasión juvenil por Diderot, a quien dedicó su tesis universitaria. Schmitt busca devolver al filósofo, sobre un escenario, "su carne, su pasión, su vivacidad; mostrar hasta qué punto era libre, libre de cambiar de parecer, de contradecirse, de empezar de cero una y otra vez". El libertino podría ser, perfectamente, un "cuento moral" de Rohmer. O una de sus "comedias y proverbios", con un lema diáfano: "Penser n'est pas connaître". Schmitt comprende y muestra a la perfección la esencia filosófica del maestro: una teoría no es más que una ficción, prisionera entre la razón y el deseo; presta a ser desmontada, agrandada o achicada por la inatrapable vida.

La comedia brota de una anécdota real. Diderot, alojado en el pabellón de caza de su amigo el barón de Holbach, no logra definir en cuatro páginas el concepto de "moral". El tiempo vuela: hay que cerrar y llevar a la imprenta el nuevo volumen de la Enciclopedia, y Rousseau, que debía escribir el artículo, se ha ido a pasear. Tampoco avanza el retrato que quiere hacerle Madame Therbouche, una dama enigmática, mitad polaca mitad prusiana. La pintora quiere captar, literalmente, "un filósofo al desnudo". La desnudez tiene sus inconvenientes, y el modelo experimenta una erección de caballo, que detiene el pincel en la mano de la Therbouche. Diderot la tranquiliza: "Rassurez-vous, madame, je suis moins dur que lui". Pero eso es sólo el principio, el arranque de la función.

A lo largo de esa folle journée, vamos a ver a Diderot rodeado, enfrentado, seducido por cuatro mujeres. Su esposa, que siembra en él la duda de una posible infidelidad; Angélica, la hija de ambos, que quiere ser inseminada por Darceny, uno de los tipos que más detesta su padre; la señorita Holbach, una virgen que quiere dejar de serlo, y una Madame Therbouche, con más revueltas y cajoncitos ocultos que un sécretaire Luis XIV. Cuatro mujeres, nos dice Schmitt, "que entran y salen, que se esconden en las alcobas; que son, desde luego, mujeres, pero también ideas. Ideas inteligentes, seductoras, que atraen y desconciertan al filósofo".

Dos. Schmitt, Hinojosa y Andrés Lima, su protagonista, nos restituyen la modernidad de Diderot; un Diderot contradictorio, que aboga por el amor libre, por una moral adulta (o de consenting adults, como dicen los juristas ingleses: "Todo está permitido, salvo lo que haga daño a uno mismo o a los demás"), que antepone el deseo a la fidelidad, pero que entiende el matrimonio como un contrato necesario para la educación de los hijos y la transmisión de los bienes. Libertario (más que libertino) y burgués, sería un gran personaje para Brecht. O, ya que estamos en territorio francés, para Sacha Guitry: parece una obra escrita por él, o para él. Brecht, Guitry, Rohmer y Marivaux: ésas serían las cuatro patas de la cama tendida por Schmitt. La escenografía -el desordenado átelier y el vestuario de Dietlind Konold- es impecable; también el ritmo, los ritmos, de la pareja protagonista. Andrés Lima dibuja a un filósofo que no tiene nada de estatua de bronce; un filósofo en zapatillas (o, mejor, en bata, su vieja y querida bata), apasionado y vulnerable, espléndido cuando reconoce, con alegría, su fracaso final: no hay "moral" sino "problemas morales"; una ética pragmática, a estudiar caso por caso: puro, puro Brecht. Frente a él, Yolanda Ulloa, para mí un descubrimiento: una actriz entre Fanny Ardant y Anne Bancroft que está a un paso de "llevarse" la función. Y un gran personaje: más allá del duelo de sexos, la Therbouche es una voluptuosa Merteuil, entre feminista vengativa y zorra depredadora, con un encanto y una astucia relampagueante. Una rival que le supera, que le pone en cuestión, en una relación que recuerda a la de Robert Stephens y Geneviéve Page en La vida privada de Sherlock Holmes, la última obra maestra de Billy Wilder. Hay un gran engaño final, pero que fascina a Diderot por su "calidad artística"; que acrecienta su deseo de amar y, sobre todo, de seguir filosofando, "amando y hablando hasta el amanecer". En el resto del reparto -salvo Rebeca Valls, la hija, convincente sin reparos- hay pequeñas pegas que no empañan la brillantez de la función y la puesta en escena: quizá convendría reducir momentos sobreactuados del criado que interpreta Ramón Blanco, o algún exceso de casticismo "contemporáneo" en las expresiones de Nathalie Poza (la señora Diderot), y esa rara tendencia al mohín y el arrumaco en la señorita de Holbach, una Nuria Benet que exhala talento pero que a ratos parece estar a punto de romper a cantar el Sixteen Going on Seventeen de Sonrisas y lágrimas.

P. D. Tampoco se pierdan (ya hablaremos) el emocionante revival de Historia de una escalera, lo mejor que ha hecho Pérez de la Fuente, en el nuevo María Guerrero, y el espléndido trabajo de Miguel Ángel Solá en El diario de Adán y Eva, en el Bellas Artes.

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