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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

'La motocicleta', de De Mandiargues

Sentados en un café cerca de La Rambla, dos periodistas moteros -o moteros periodistas, quién sabe- divagan sobre libros, máquinas y caminos adonde conducen esas dos ruedas de la vida. "Bueno, hay una vieja novela titulada La motocicleta, de André Pieyre de Mandiargues, escritor con plaza dedicada en el Raval y premio Goncourt de 1967". Lo ganó por La marge, una obra ambientada en el entonces Barrio Chino, donde había estado viviendo.

Cuatro años antes había publicado La motocyclette, relato lento y trufado de cinematográficos flash-backs (dio pie al filme de Jack Cardif La chica de la motocicleta, con Alain Delon y Marianne Faithful, "regrettable échec" para la crítica francesa), cuyo alto voltaje erótico suena hoy inofensivo, pero entonces debió de tener cierto valor. Era la primera novela que otorgaba connotación sexual a la moto. Veamos: Rebeca, apenas veinteañera, es seducida por un tipo que la dobla en edad, dueño de una Guzzi monocilíndrica roja, el cual la obsequia con una Harley bicilíndrica negra cuando se casa con un pelele que sólo va en bicicleta. Buena dosis de simbología en la elección de ambas monturas y en la del cornudo en ciernes, apellidado -hay que ser cruel- Nul. En cambio, "Daniel conocía la motocicleta como conocía el amor, y a él le debía lo que ella misma sabía, porque él le había enseñado ambas cosas con la habilidad de un maestro de baile o esgrima".

De Mandiargues describe la motocicleta como un aparato ortopédico. Los movimientos precisos, rítmicos y sensuales, son pura caricatura

El motorista, que además es profesor de filosofía, acude a la librería ginebrina del padre de su amante para proveerse de lectura. Se lleva De commercio animae et corporis, el tratado Des joies du ciel et des noces dans le ciel y el Index des mots, des noms et des choses contenus dans les Arcanes Célestes, nada menos. Intelectual, snob y rico: en su garaje, junto a la Guzzi "de un rojo tan deslumbrante en medio de aquellas tinieblas", hay también "una BMW de cuerpo triangular (?) y verde que dentro de la categoría de los meteoros hacía pensar en una tormenta en la selva en el mes de junio, y una Norton de plata y noche, tonante de manera incomparable".

No conozco la biografía de De Mandiargues, pero apostaría una de mis tres Ducati Road, ninguna de las cuales funciona, que sus experiencias como gastrónomo y erotómano debieron de superar con mucho las de motociclista. Describe la moto como si analizara un aparato ortopédico. "Sin esperar hace girar con la mano derecha el acelerador y oprime con la otra la palanca de embrague, mientras con el pie acciona el juego del selector". Gestos y movimientos precisos, preñados de ritmo y acaso sensualidad, quedan reducidos a pura caricatura. "El acelerador, la palanca de embrague y el cambio de marchas, manejados como es debido, llevaron en pocos instantes la aguja del contador por encima de la cifra 100". En fin, dudo que llegara jamás a rodar bicíclicamente, ni siquiera en una cívica Vélosolex. "Daniel hizo dar la vuelta a la moto, la lanzó por la pendiente con tal presteza que obligó a Rebeca a inclinarse como él en las curvas". El lector no motorista debe saber que el pasajero no se inclina como el piloto sino con él, instintivamente, plegando -valga el barbarismo inverso- al alimón; de lo contrario la moto sería ingobernable.

Rebeca, que conduce al encuentro con su amante vestida únicamente con un mono de fino cuero negro sobre el cuerpo desnudo, "se pega más estrechamente al sillín, cuyos muelles que vibran al ritmo de los pistones precipitados en los dos enormes cilindros someten a la zona inferior de su vientre a un despiadado masaje". Pese a acercarse mucho, el autor no se percata de algo esencial: más allá del clásico tópico fálico -"esta hermosa moto sobre la que cabalga y cuyo enorme depósito de gasolina está ahora entre sus muslos como el cuerpo de un hombre negro sometido a su joven ama"-, entre una máquina y su amazona existe una íntima comunión que al hombre, por su específica y limitada morfología, le está vedada. Dicho técnicamente (y aunque no tiene por qué suceder siempre, con todas las motos y a todas las motoristas), la vibración generada a ciertos regímenes por un motor mono o bicilíndrico se transmite a los puntos más sensibles del sexo femenino y, graduada su intensidad con el puño del gas, puede producir simples cosquillas, un hormigueo especial o algo más fuerte. Obvias razones me impiden ser más preciso, pero me consta: se nota. Y traspasa.

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Aparte del manierismo estilístico de De Mandiargues y la propia ampulosidad expresiva de su lengua original, la traducción en la versión española de Seix Barral (1967) chirría bastante. Se puede darle al mango en argot o ser más técnico y referirse a la abertura de la admisión, pero si "vuelve el mango de admisión, y abre de par en par la entrada del gas", parece que se está ingiriendo fruta tropical por la puerta del contador de propano. Más aterra imaginar el precario equilibrio de su estacionamiento vertical leyendo que "guardaba una motocicleta de pie sobre el bastidor".

Este cronista, que vive al lado de la plaza que lleva el nombre del escritor, no pudo pasar de la tercera página la primera vez que trató de leerla: se le indigestó. Hasta que el mes pasado, tras recibir una primera edición de La motocyclette (Gallimard, 1963) como regalo de cumpleaños, los mismos que la obra, pudo hacerlo en francés. Inquieto al descubrir otros paralelismos con su propia historia personal, pensó que eran demasiadas coincidencias para una crónica tan breve. Y que es mejor no imitar a algunos autores cuando se aventuran por ciertos caminos motoliterarios. Podría derrapar más de la cuenta. O chocar.

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