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Tribuna
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Una cuestión de clase

En un país de inmigración como el nuestro, la integración de la población foránea es una cuestión crucial. El asunto forma parte del debate público en la mayoría de sociedades occidentales, y debería serlo, con mayor énfasis si cabe, en la catalana por una doble razón. Primero, porque este país ha conocido, en la segunda mitad del siglo XX, un aluvión inmigratorio sólo comparable, en magnitud, al que han recibido Argentina o Estados Unidos; y segundo porque, a diferencia de estos países, ha debido hacer frente a ese aluvión sin unas estructuras estatales propias, en una situación de debilidad política y cultural.

La cultura política catalana del antifranquismo situó a la inmigración en el centro de sus preocupaciones: había que evitar, a toda costa, una fractura social por razones del lugar de origen. Por ello, todos afirmamos que, viniéramos de donde viniéramos, éramos un sol poble. Hay un consenso general en considerar que la integración de esta población se ha realizado con pleno éxito. Sin embargo, hay dos hechos que han cobrado actualidad estos últimos días y que ponen en cuestión, sin llegar a negarla, la afirmación de que Cataluña ha funcionado como un eficaz melting-pot. La primera es la llamada abstención diferencial con que se ha comportado una parte de la población del cinturón barcelonés, de origen inmigrante, en las elecciones autonómicas. La segunda, evidentemente ligada a la anterior, es la no asunción de la lengua catalana (a pesar de que su conocimiento ha avanzado enormemente gracias a la escuela y los medios) por una parte también muy significativa de esa misma población.

Maragall no ha planteado bien la cuestión: el problema no es dónde se nace, sino a qué clase se pertenece

Aunque no todo el mundo estará de acuerdo, me parece evidente que debemos ver los dos fenómenos (abstención diferencial y no adopción de la lengua catalana) como síntomas claros de que existe un sector significativo, aunque no mayoritario, de la sociedad catalana que no se siente del todo partícipe -cultural, política e incluso sentimentalmente- de esta misma sociedad. ¿Se siente por ello particularmente excluida? No lo parece, si recordamos que el único intento de representar políticamente a los inmigrados se saldó con un estrepitoso fracaso (dos diputados del partido andalucista en la primera legislatura autonómica). Pero es innegable que este sector social no está debidamente representado, al menos en proporción a su peso demográfico, en el escenario catalán. ¿Por qué?

Las más que desafortunadas afirmaciones de Pasqual Maragall -invocando el fantasma de un catalanismo basado en la "pureza de sangre y de estirpe"- han vuelto a agitar la cuestión. Como es un asunto que nos afecta tan vitalmente a todos los ciudadanos de este país, creo que lo primero que deberíamos exigirnos es un mínimo de rigor y de honestidad intelectual. Para ello, habría que empezar a preguntarse si es primero el huevo o la gallina. Es decir, si la persistencia del pujolismo es causa o bien consecuencia de esta falta de integración política y cultural de una parte de la población.

Para ello, es no sólo necesario sino también imprescindible situar los hechos en su debido contexto. Este diario denunciaba el poco peso de los otros catalanes en las estructuras de poder local. De acuerdo, ¿pero nos hemos preguntado cuál es el porcentaje de inmigrantes de primera generación que han accedido al poder en Francia o en Gran Bretaña? Nos guste o no, cuando una persona emigra no tiene muchas posibilidades (ni, con certeza, se encuentra entre sus prioridades) de convertirse en ministro o consejero. ¿Por qué debería ser distinto en el caso catalán?

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No estoy tratando de relativizar la cuestión. Hace un tiempo, y en este mismo periódico, escribí que no habría un sistema democrático plenamente consolidado en Cataluña hasta que todo el mundo se sienta llamado a participar en las elecciones autonómicas. Pero también decía que se trataba de un problema ante todo cultural porque no hay integración política sin una previa integración económica, social y cultural. Por ello, de todas las reacciones habidas, me quedo con la afirmación de Joan Saura: el problema es un problema social, de clase. La cuestión no está en si uno ha nacido en Cataluña o en Jaén, sino en si uno vive en Sarrià o en el Besòs. Porque, ¿de qué demonios sirve computar a los consejeros no nacidos en los países de habla catalana que ha tenido Pujol, si no hacemos el mismo cómputo en otras instituciones (culturales, sociales y políticas) del país? Si queremos hablar de exclusión, empecemos aclarando dónde vivimos y a qué escuela van nuestros hijos, porque como todo en la vida, ésta es también una cuestión en la que todavía hay clases.

Josep M. Muñoz es historiador, director de L'Avenç.

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