Teodor Úbeda, un obispo conciliar
Ha fallecido Teodor Úbeda Gramage (Ontinyent, 1931-Palma de Mallorca, 2003), obispo de Mallorca. Tenía 71 años, los mismos que yo, y llevaba ya muchos, ¡treinta!, al frente de la magnífica diócesis balear. Coincidimos ambos en el seminario metropolitano de Valencia y, desde entonces, hemos mantenido una profunda amistad, nunca interrumpida.
Como buen mediterráneo, era extrovertido, intuitivo, con sentido del humor y siempre abierto al diálogo con todos, y sobre todo, sin ningún tipo de cortapisas ni barreras. Huelga decir que, como obispo, era un hombre de fe, de oración y de entrega total a sus diocesanos. Me admiraba comprobar hasta qué punto se identificaba con Mallorca y sus habitantes, su lengua y cultura propias, sus tradiciones, su gastronomía y hasta su bellísimo paisaje.
Los valencianos nos sentíamos orgullosos de tenerlo como ilustre paisano. Tanto es así, que cuando murió en accidente de tráfico nuestro añorado arzobispo don Miguel Roca Cabanellas muchos pensamos, con ilusión, que don Teodoro podía ser un excelente arzobispo de Valencia. De haberse cumplido nuestros deseos, la Iglesia de Valencia hubiera experimentado una gozosa novedad: tener como pastor a un obispo valencianoparlante y buen conocedor de las realidades de nuestra archidiócesis. No deja de ser verdad que la lengua manifiesta una misma sensibilidad y una misma cultura. Trabajar, colaborar, intimar hablando la misma lengua materna con el arzobispo es una gran satisfacción. Y ya se sabe que ninguna lengua es totalmente traducible a otra. Pero no ocurrió como deseábamos, sino de muy distinta manera.
Para mí, el mayor acierto episcopal de don Teodoro fue su aceptación clara e incondicional del Concilio Vaticano II. Él creyó de buena fe, como otros muchos, que con la Lumen gentium y la Gaudium et spes en la mano la Iglesia se cambiaría, de verdad, se manifestaría más cercana a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que procuraría mostrarse con el atractivo rostro eclesial de Jesucristo, que el ansiado y repetido aggiornamento de Juan XXIII se concretaría en una exultante realidad.
Para eso era necesario que se le diera todo su valor al conocido aforismo teológico: "Eclesia semper reformanda tam in capite quam in membris" ("La Iglesia siempre está necesitada de reforma, tanto en la cabeza como en sus miembros"). La singularidad, en esta ocasión, era que lo más necesitado de reforma es la cabeza, y precisamente en lo que es más peculiar suyo: el ejercicio del magisterio y de la autoridad pastoral. El Concilio, que se dio perfecta cuenta de ello, propugnó la llamada eclesiología de comunión, es decir, una Iglesia que escucha a todos y en cuyas decisiones todos, a su nivel, participan. En realidad, lo que pretendió el Vaticano II es que los creyentes consideráramos a la Iglesia como mi Iglesia y no como institución intermedia con sus estructuras de poder muy verticalmente jerarquizadas y apoyándose, cada día más, en una insoportable burocracia. ¿Qué sentido tiene que la Iglesia ejerza hoy su autoridad de modo que choca frontalmente con el sentido democrático de nuestro tiempo?
Pero, desgraciadamente, las cosas no han ocurrido como se anhelaba. Al contrario, la gran esperanza que despertó el Concilio ha ido languideciendo y, finalmente, apagándose. Se ha centralizado hasta el extremo la autoridad y se tiene la impresión de que ha acabado imponiéndose el pensamiento único.
Estos nuevos aires que llegaban de Roma cogieron a don Teodoro -consecuentemente- con el paso cambiado. Y, lo que había sido su ilusión y su gozo, acabaron convirtiéndose en su cruz. Total: treinta años de ostracismo. Un ostracismo de lujo, ciertamente, porque lo llevó con un alto sentido del compromiso cristiano, encarnado en la tierra y la gente, con gusto, alegría, lealtad y mucha elegancia y porque se trataba de la perla de Mallorca; pero ostracismo al fin y al cabo.
Ya nadie cita el Concilio Vaticano II. ¿Para qué? A fuerza de domesticarlo y descafeinarlo, apenas estrenado, lo han convertido en una pieza de museo. Todos nos hemos dado cuenta de que lo importante no es lo que dice el Concilio, sino la lectura "oficial" que se hace de él.
De lo que no cabe ninguna duda es de que don Teodoro fue un gran obispo, muy coherente consigo mismo y, a pesar de todo, un fiel servidor de la Iglesia.
Rafael Sanus es obispo emérito y profesor de Teología.
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