Cartas de ensueño
Avalancha de correspondencia. En la época de Internet, todo lo que es papel resulta mucho más eficaz: hace bulto, forma montones, no pasa desapercibido. Por eso las cartas electorales son una plaga. Los candidatos, sonrientes, encantadores, pueden permanecer días sobre las mesas de las casas, los niños los miran, hacen sus comentarios y hasta juegan con ellos. Todo este papelamen suele acabar en la basura. Allí, en ese fin del mundo doméstico que en nuestras civilizadas sociedades luego es reciclado ad infinitum, las sonrisas electorales siguen siendo sonrisas, incluso tras perder las elecciones, hasta que una máquina de tecnología avanzada las convierte en materia prima, pasta de papel.
Triste final para tanto esfuerzo e ilusión. Las cartas que nos mandan los candidatos barceloneses son fruto de horas y horas de sesudos estudios sobre programas electorales y de sesiones interminables para lograr convertir los deseos de la gente en una frase de tres o cuatro palabras. Un eslogan que vaya directo a la entraña. Como los candidatos quieren gustarnos y creen que todos somos iguales, sus cartas se parecen como gotas de agua. La verdad: yo les votaría a todos. Incluso, si ponemos sus fotos una al lado de otra, su aspecto conjunto es el de una gran familia, impecable en su modernidad y moderación, y con la dosis de osadía necesaria para encandilar a cualquier comprador de un gran almacén.
El estilismo de cada uno de ellos está a la altura de las grandes revistas de modas: Clos, serio pero próximo, transmite solidez; Trías, campechano y desenfadado progresista, busca complicidad; Portabella, dinámico y accesible, valora su generación; Mayol, la izquierda irresistible y provocadora -la extensión lila de su pelo es una diversión y un logotipo-, reclama pluralidad. Y finalmente, Alberto, el hombre que mejor lleva los polos de colores y los jerséis al hombro, abre un lugar para todos los biempensantes que nunca han roto un plato. Como se ve, las cartas y las fotos de los candidatos son toda una declaración de principios de ensueño.
Llegan también otras cartas. Esta semana me han escrito tres ministros: Rato, Montoro y Zaplana, todos con el membrete ministerial correspondiente. Por ello, y dadas las favorables circunstancias, ahora hay que esperar, al menos, que Aznar in person certifique en una misiva lo mucho que el Gobierno se interesa por nosotros. Y hay gente a la que, por las razones más opuestas, le encantaría que le escribiera Ana Botella. Los tres ministros dan maravillosas noticias sobre la economía, los impuestos y los autónomos. El ministro de Hacienda tiene el salero de comunicarme, por tercera o cuarta vez, que han bajado los mismos impuestos. De paso yo veo que mis impuestos dan para muchas cartas y recuerdo el famoso teorema de Montoro, según el cual España es el único país del mundo donde cuanto más se bajan los impuestos más sube la recaudación de Hacienda. En TVE explican esa maravilla a menudo.
Lo mejor de todas estas misivas es el tono optimista. Ni guerras, ni problemas, ni peleas y ¡ni siquiera una mención a ese vicio de ser oposición! Jauja. Da gusto recibir esas cartas que, por su rapidez en llegarnos, pueden dar la impresión de que el servicio de Correos funciona perfectamente. Alto ahí. Que esas cartas, que acabarán en la basura, nos lleguen cuesta un ojo de la cara. Lo público -como Correos- no pasa por sus mejores días. Pude comprobarlo hace poco. Envié un libro a un lugar cercano: Balaguer. Y durante varias semanas me granjeé la desconfianza de la persona que debía recibir el libro, que tardó exactamente 2 meses y 10 días en llegar. Esa persona, cuando por fin tuvo en sus manos el libro, lo dejó claro: "El libro ha venido a pie". Y es cierto: mientras que algunas cartas vuelan, algunos libros van andando, pasito a pasito. Todo es cuestión de pasta. Normal.
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